La campana del recreo



Por: Sandro Bozzolo

© Marcus Vinicius 
Libertad. Esile struttura precaria, ragnatela costruita sul vuoto, entre parades de carceles formales.


Libertad, palabra musical y quimérica, escondida entre los desechos de los 
demás, pedazos de papeles raptados por el viento. Libertad, mar. Salada sobre la piel, llega la lluvia y todo arrastra, esconde. Libertad, castillo construido sobre los sueños prohibidos. Pedazo tras pedazo, imaginación al estado solido, líquido, gaseoso, libertad como único rumbo, libertad en los huecos de los pantalones, libertad pintada de verde, libertad veinteañera efímera y eterna, libertad suspendida en la brisa y en los cantos de quienes liberan su voz al mundo, libertad de equivocarse y creer que existe alguien que no lo está, libertad para los culpables de haber nacido encerrados en pedazos de carne que ya no quieren llevar puestos, libertad de pintar una noche negra sobre el mundo y conformarse luego con el milagro de la luz, libertad en los doce sonidos y libertad en la literatura, libertad di spalmare la crema dei pensieri che sorgono sospesi tra lingue diverse, per lasciarli volare crescere e morire così come nascono nell’anticamera là dentro. 
Libertad para los pueblos oprimidos y para todos los que un pueblo no lo 
quieren, libertad en las montañas de Tayikistán, en las aguas profundas de 
océanos cerebrales, en el desierto del pensamento abstracto, libertad a las 
cuatro de la tarde de un treinta y uno de agosto impreso en negro en el 
calendario, libertad también para todos los que viven encerrados allá en sus 
afueras, y no importa la contradicción encerrada entre palabras – libertad de 
contradicción. Libertad de rechazar, de apagar todas las cámaras y concentrarse 
en el futuro, libertad de imaginar una cuarta dimensión esperando el bus 
numero 22, libertad de emancipación para todos los que no se conforman, 
libertad de locura y libertad de los curas encerrados entre vínculos 
pasionales, libertad de creer en un dios a forma de abanico y libertad para la 
plata encerrada en los bolsillos de los gordos, libertad para los prejuicios, 
para que se vayan todos a otra galaxia, libertad.
Libertad. Ilusión de un momento, arena sutil entre los dedos. Cierro mis ojos 
y me entrego a tus colores, en este instante que ya no me pertenece, se libera 
de mí.

Más verdadero que lo verdadero: el simulacro

Por: Xëh Reyes


El cine es como la vida pero sin las partes aburridas, dijo alguno, alguna vez. El cine aún contiene la ilusión y la fantasía que el mundo real ya ha dejado atrás, para dar paso a un mundo obsceno, un mundo donde no hay ya nada que descubrir. Sólo basta caminar un viernes por la noche por la calle más transitada de la propia ciudad para darse cuenta de que en las miradas de la gente sólo hay un gran vacío, un vacío proveniente de un humano al que le han sido arrebatados sus sueños e ilusiones, la magia y la esperanza. Han sido reemplezados ahora por asuntos meramente materiales que jamás llegarán a suplir ese gran agujero que deja la falta de creatividad. Creatividad para soñar con otras dimensiones espaciales o temporales. Fantasía para creer que cada simple objeto que vemos puede ser una y mil cosas a la vez. Ilusión para llenar una vida fatalmente aburrida. Basta con observar sus ojos maravillados con los diamantes y las joyas, los zapatos o los autos, aquel buen culo que se aleja, o el último celular del mercado, para saber que todo esta allí, al alcance de todos, a tal proximidad de nuestras vidas, que no hay un minúsculo espacio para la especulación y el deseo. La vida es tan real en estos últimos tiempos, que los nuevos inventores gastan su tiempo en descubrir como recrearla. La vida real es hoy el último recoveco donde queremos estar, preferimos flotar en el cyberespacio, en los videojuegos, en la virtualidad, en el simulacro. Lo interesante del caso, es que el simulacro, es aún mas verdadero. La realidad se desdibuja con cada segundo que pasa. El simulacro esta ahí, ha sido creado, es real.

En la vida real el secreto ha sido erradicado, la seducción se reduce a un salón de strip tease, y el sexo a la necesidad del porno. Es una película dañada por el exceso de luz. Luz cegadora. Lumière. Hace ya mas de un siglo dos hermanos empezaron a jugar con la luz y la imagen en movimiento, su fantasía devoradora les llevaba a recrear la vida, dando vida al invento que revolucionaría la forma de vernos a nosotros mismos. Ya el teatro había cobrado un largo camino, pero el cine, dio a la humanidad un espectro de miles de cientos de posibilidades para presentarnos ante nosotros. Jugar a ser otro. Jugar a vivir una mejor vida, llena de aventuras, bellezas, diversiones, llantos y nostalgias, alegrias y heroes. Correr los riesgos que nadie se atreve a vivir, sufrir sabiendo que sólo es una película, y que después de unos minutos volveremos a la vida segura, la vida aburrida, la vida de siempre. El cine que es aquello que no podremos ser, el simulacro máximo de la vida humana, es sin duda, una ventana a esa fantasía que hemos perdido, supongo incluso que por eso mismo muchos se quejan del destino mortal del arte, puesto que entre más avanza el tiempo, menos ilusión 
hay, y entre menos ilusión, menos arte. O menos arte de calidad, ese que nos despierta aquel último sentido que la sociedad actual pretende destruir; la seducción.

Viviendo en un realidad tan vacía, justo en esta época de la historia de la humanidad, donde cada humano ha dejado de serlo para ser una pieza de un juego absurdo y sin sentido, donde el humano debe cargar siempre puesta una máscara, un personaje, para poder ser alguien. Tomarse un rol de vida, ser en él mismo una mentira. Yo me quedo con el cine. Vivir en el simulacro que al menos es real, que nos brinda emociones reales, y está lleno de héroes reales, no como las falsedades de la “realidad”. Nos permite vivir la ilusión, entrar en juegos de fantasía, alejarnos de la obcenidad, para descubrirnos como seres curiosos, llenos de secretos, de vida.

Literatura en imágenes

Por: Adriana Carrillo Silva


El beso de la mujer araña, 1976
Novela



Manuel Puig, escritor argentino, nacido en 1932, homosexual, exiliado por la dictadura de su país poco antes de 1976, empezó a escribir El beso de la mujer araña estando en Buenos Aires; viéndolo todo: desapariciones y muertes, hasta que la prudencia lo lanzó fuera para no volver. Y no volvió, ni siquiera con la democracia, por una cuestión de dignidad, para decirlo desde sus pies. “Con Alfonsín la censura no existe más, pero no se escribió una sola línea para un libro que ha suscitado tantas reacciones, positivas y negativas en tantos países del mundo.”, dijo Puig a la revista Crisis en 1986.

De no ser porque el libro tiene la fuerza y la fluidez hilvanada o, tendría que decir, montada como imágenes para ser vistas en la cabeza, hubiera expuesto acá un breve análisis de la película de Héctor Babenco, The kiss of the Spider woman (1985). En la película hay picos altos, fuertes; una buena reconstrucción de la historia; un conjunto de elementos que hacen, en su totalidad, a un buen film. En el libro hay dos personajes que puedes tocar, con los que puedes convivir, por eso mismo que Puig encuentra más propio de la literatura que del cine: la realidad. Son dos personajes. Sólo ellos en una extendida conversación que devela lo que son, cada uno un universo, con definidos roles en la vida social: uno homosexual, otro activista político; ambos presos en  medio de la dictadura.

Desde el inicio se escuchan voces, y entonces se siente como si se entrara en una habitación donde están ambos, Molina (o Molinita, como le terminó diciendo Valentín) y Arregui. Y paralelo a ellos los muchos otros personajes contados por Molina, historias fantasiosas como el cine que amaba Puig, alegórico o romántico, donde hubiera siempre una heroína con quien sentirse identificado, porque Molina era la estrella, la amante, la amada, la protagonista de cada historia.

Teniendo el libro en la cabeza al ver la película esperé, por supuesto, escenas puntuales, si no por morbo, por una profunda curiosidad. Ya había sido tamaña impresión la que me había llevado leyendo, hasta el punto de tener que desviar la vista de las letras, y ahora verlo traducido al lenguaje cinematográfico, representaba todo un lujo. Un segundo antes de llegar a ellas me di cuenta de que el lujo estaba en la imagen que te da la cabeza y aunque no lo haya visto muy claro, hasta parece que yo lo hubiera imaginado mejor enfocado. Pero esas escenas de las que hablo, que no hay siquiera que mencionarlas, están puestas en el film con más decoro que en la volátil imaginación y no por eso menos ingeniosas, aunque una de ellas (cuando se apaga la vela y todo sucede en la oscuridad) es, más bien, un tanto cliché.

Cuando vas a la mitad del libro, encantado con estos dos personajes, y piensas que la historia está ahí, entre los dos, y aún así se está como un lector fiel y satisfecho, aparece la relación con el exterior inmediato. En esa cárcel hay gente interesada en información y nuevas pescas, por lo que empieza a aparecer la posibilidad de una traición. Entonces las conversaciones no vuelven a ser iguales. Hay algo más, y el lector lo sabe, pero hay duda todavía. Todo se convierte en una tensión que hala por ambos lados, de esas que te hace cambiar de posición, o reír de complicidad, volver al propio mundo y darte cuenta de que la gente te mira a ti curiosa, y salen como unas ganas de ir a contarle todo con detalles. Las delicias de una historia bien contada.

Pero Babenco usó otras maneras para desarrollar la historia; otros colores para cada personaje, que más tarde Puig reconocería diferentísimos a como los imaginó para su historia. Rescataría que Babenco logró comunicar su mensaje, aunque por otras vías. Molina ya no era el hombre entusiasta y melancólico, pues acá lo veríamos triste, desproporcionado físicamente y demasiado joven. A Valentín lo veríamos falto de soltura, hasta en la lengua: no sale de su boca ese giro cariñoso hacia “Molinita”, hay un acercamiento más forzado, e incluso, poco transparente.

Sentarse a leer un libro de Puig es correr el riesgo de que te cuenten, no una buena historia, sino una historia mucho más que fabulosa, con formas y recursos cada uno mejor pensado que el otro. Puig escucha voces y las pone a hablar. Su literatura es como aquellas historias clásicas puestas en el contexto turbulento de las realidades latinoamericanas.

Algunas lineas para descubrir

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1.539 palabras encriptadas en una existencia atemporal

Por: Héctor Saavedra


Los rayos crepusculares fulminan todo lo que sobre sombras se encuentre en una sala de partos tapizada con baldosines verdes. Reflectores de haces de luz que apuntan sus miradas a la zona pélvica de una mujer llena de ímpetu en sus vísceras. Una sola mujer, una sola, con tanta preponderancia en su cuerpo todavía marcado por las consecuencias de anteriores episodios similares en el hospital. El reloj circular da las 10:15 a.m. Con un grito atrapado en la garganta, deja que aquella sofisticada luminaria revele la pequeña figurita que cubierta de fluidos naturales emerge de sus entrañas con cierta renuencia, en medio de una sucesión de llantos marcados en la tráquea y rugidos disonantes. ¡Es un varón! (deferencias raídas).


Pero… qué diablos, él ni siquiera no recuerda cuándo nació. ¿Un desfase de casi cuatro décadas? O quizás fue un día cualquiera en la memoria perdida de las masas, el epitafio de una vida indiferente que aparece con alguna cuenta regresiva incrustada en la frente, o de pronto el exordio en un lugar accidentado de ese balanceo errante a través de la tala indiscriminada de etapas, en donde los primeros años de existencia se esfumaban casi sin dificultad aparente en el núcleo tradicional de un medio estrato, sitiado de costumbrismos baratos y en donde la vida se encriptaba en una ingenua inocencia que flotaba como nube letárgica en el aire caliente de la ciudad. Celebraciones por lo alto en los clubes. Visitas a los familiares. Estudiar suele ser divertido. Figurillas de acción armables. Ser irresponsablemente espontáneo es aceptado.  Tan sólo el preludio necesario de algo que años más tarde despreciaría con todas sus fuerzas. Entonces tendría que dejar atrás las cosas que a los doce años lo hacían feliz, tendría que dejar todas esas cosas a un lado, aquellas cosas para las que siempre existía una bodega polvorienta al final del pasillo. 


Pronto eso que había pretendido evitar —«los viejos mitos recurrentes»— despertó en él para darle un último paseo por las calles áridas de esta burbuja. La metamorfosis. La soledad que se podía contar con las horas, pubertad, libros gráficos de educación sexual, un sexo amenazante en la caldera. Solían decir entonces que habían llegado las eras de una rebeldía justificada por los medios masivos, que lo normal era verse anormal, que era otra de esas etapas inconclusas; y las más estúpidas conclusiones de los supuestos expertos de la mente con sus doctorados enmarcados, colgantes en un muro que necesitaba ser rellenado. Puro vómito de la llamada «actitud generacional». La mutación y esos inoportunos giros que sucesivamente solían escupirle en la cara mientras debía aceptar con resignación que las viejas épocas, de una infancia en la que sólo era necesario dejarse llevar, ya no volverían nunca más. Días que eran los lapsos de un profundo odio en contra de esas gentilezas divinas pertenecientes a otros semejantes, lapsos en los que solo pedía por salir de aquella prisión de inocentes o desmantelar los trágicos nexos que aún le mantenían infeliz. Él finge estar agradecido denotando cierta obediencia con una prótesis en forma de sonrisa. Sus pasos están ya destinados a suceder el de los arquetipos desechables, y sin embargo sabe que no es como los demás, en el interior de su alma reside una entidad innegable, una atracción inexplicable que solo habita en los que al parecer están inmersos en una especie de vacío configurado para especímenes extraviados, ejemplares como él y como yo.  


Ahora ya han pasado cuatro años de inadvertida supervivencia, desde que su transformación inició: sus ojos ya no se muestran ingenuos, ahora son algo paranoicos, ya no esperan nada, ahora escudriñan con obsesión las palabras que llegan a sus oídos. Ahora logran ver algo que inteligentemente se esconde debajo de la superficie. El llamado del «underground»  se hace evidente en él. Esta ahí sentado en el mismo muro de piedras, el mismo en el que ve pasar oleadas tras oleadas de la misma sustancia indiferente que se pasea sórdida entre los bajos de sus automóviles blindados de vidrios polarizados y los litros de un alcohol «inhibidor», en los que encuentran un sentido o al menos creen encontrarlo. Ya no cree en la religión ni en la identidad, mucho menos en las que las ya acostumbradas charlas de las primeras horas del jueves sobre el sendero del bien y las líneas que lo probaban. Le resultaban inútiles porque dejaban más dudas que respuestas. Parecía entonces uno de esos subversivos apoyados sobre las paredes de un cubo amplio, de un sistema consumista, sediento de nuevas victimas: cerebros fáciles que caían cada vez más rápido. Jornadas en las que solo vivía por esas cosas sublimes: los sonidos de una guitarra anglosajona o de un tumbao centroamericano los miércoles al mediodía; las voces que le hablaban de un fulano de tal del siglo XX; las imágenes incoherentes proyectadas sobre artilugios tecnológicos como fotogramas; y, sin más, los comentarios «ácidos» en sus propias cuevas sobre aquellos que a menudo vendían  su conciencia saturada de locas noches por los bares de la desvergonzada sociedad adoradora del sol, constante en la miseria y los prejuicios desde períodos remotos. Al tiempo que aparecían a su alrededor los rostros «sensatos», cargados de escepticismo por una conducta que no encontraban en otros de la misma especie, que le sentenciaban de estar enfermo de alguna clase de síndrome de rarezas. Eran los rostros ‹‹sensatos›› con sus discursos monocromáticos que confinaban las diferencias visibles, que cuartaban las preferencias y que reprimían los deseos reprimidos en la celda de los pensadores alineados. Pero él, no era más que uno de esos pequeños errores que vagabundeaban en una inmensidad aplastante, una consecuencia de una continuación que viene de tiempos, textos, iconografías, resonancias protestantes de décadas pasadas: él no era de esos ni de aquellos: se trataba simplemente de una criatura bizarra llena eyaculaciones mentales y actuaciones hormonales en un mundo igual de bizarro.


Ahora pasa un tiempo y despierta un día pero todo le parece diferente. Las columnas irritantes del albor se asoman vaporosas, se apostan sobre su ventana eclipsada como un millar de navajas que al parecer lo atraviesan sin clemencia, acuchillando cada uno de los poros de su rostro aceitoso. Sus ojos agrietados se abren. ¿Qué hora es? ¿Qué día es hoy? ¿Martes o quizás jueves? Ya han pasado 365 días desde la última vez que pensó eso mismo. Han pasado sin dejar cicatrices frívolas, a pesar de haber recibido una marca que lo acreditaba como uno más de esos con fotos en las que se acostumbra a posar con un trozo de cartón resistente. La cita de una formalidad que no necesita ser detallada ni recordada. No obstante él posa sus pies sobre los frescos suelos embaldosados de su habitación mientras piensa que muchas cosas habían muerto con ese día de marzo. Ya no se convertiría en uno de esos patéticos productos de exportación del cubículo que engrosan los listados de nómina; sabía que no sería condenado de nuevo por las ambiciones de un mundo uniforme que madruga a las 6 de la mañana; sabía que no absorbería la misma basura de las líneas de una comunicación muy social; sabía que ya no codificaría el tiempo y el espacio que aún le quedaban en una aburrida secuencia de acciones monogámicas que causaban repugnancia de tanto haberlas hecho. Piensa que tal vez fue la inconformidad, la que hizo que esas máximas expresiones de una línea que se desdibuja entre la genialidad y la locura lo magnetizaran hacia los polos opuestos de esta mierda con forma de sociedad. 


Una nueva subsistencia, una constante huida hacia las composiciones anímicas del taller, hacia las transgresiones pictóricas plasmadas sobre los lienzos desnudos, hacia los sonidos de un violonchelo triste o las interminables páginas de un fallecido; las amantes silenciosas en espacios fríos o las formas puras para contar leyendas, las que aún permanecen incomprendidas mientras ni siquiera notamos que cada vez más nos perdemos entre los prefabricados y los archivos censales. 


Es la mañana del 7 de Marzo. Él se pone en pie y se dirige a comenzar un nuevo capítulo, cuando casi al instante recuerdo que alguna vez algún entrañable anónimo dijo «the ignorance will never die» en un auditorio en el que nadie escuchó nada. Entonces yo lo miro aliviado, en medio de sonidos de vibraciones sesenteras que extrañamente me llegan a la cabeza a forma de soundtrack, porque esa mirada neurótica que conozco muy bien me habla y me dice con tono aislado que no importa cuántos habría de cumplir ni tampoco las exigencias orgánicas de un año menos de descomposición: si él existía en esta tierra de segmentos inconclusos, siempre habría algo por buscar: un proyecto de película a realizar con Matías, un libro editorial Anagrama o los segundos de una tonada virtuosa escrita para desenchufarse. Y en esa búsqueda algo que siempre estaría: la diagramación de los textos casuales, los sistemas de color, estaría el rock, estaría «Never enough de Dream Theather», estaría la cita de algún día en el Blue Note, los agujeros negros supermasivos, estaría «Vampiro» de Munch, y la pelirroja invisible… Estarían los viejos amigos… los viejos amigos… los de la lejanía, los de la última fila…

Las infinitas posibilidades de la música

Por: Adriana Carrillo

Dice el dicho “dime con quién andas y te diré quién eres”. Así mismo lo pienso en relación a la música y los libros. Somos lo que oímos y lo que leemos. Y eso nos permite también, crear vínculos o separarnos de la gente. Tengo problemas siempre cuando invito tanto a amigos como familiares a mi cumpleaños. Para mi familia, yo escucho música “muy intelectual” que, naturalmente, comparto con mis amigos, y que los demás reciben con desaprobación y hermetismo. Actitud que, de seguro, tengo yo también ante lo que ellos escuchan. Tendría razones con las cuales argumentar por qué me parece que una cosa es mejor que otra, pero ahora pienso que no soy quién para hacer algo tal. Y todo por la única razón de que no podría juzgar la experiencia: íntima, personal, que alguien puede llegar a tener con lo que escucha. 


No importa qué música te guste, siempre existirá un escenario donde eso que despierta en ti las más fuertes emociones no valga nada. Es a la vez tragedia y grandeza ver la hermosura, por ejemplo, de las interpretaciones de Bill Evans (que estaría cumpliendo años hoy 16 de Agosto) y que no puedas explicarlo casi a nadie. Pero, sin demeritarlo, veo que nadie podría explicarme a mí el acto de escuchar música para no pensar en nada. Música para no pensar. Será algo que jamás entenderé, pero mi disposición está volcada al absoluto respeto de esta práctica, con tal de ser respetada en mi actitud contemplativa, que algunos, y lo sé con certeza, observan con lástima. 


Mi papá me dice a veces, a modo de reclamo, que no le ve gracia a lo que escucho (sólo algunas veces; otras, por ejemplo, se deja explicar la importancia de Kind of blue en la historia del jazz). Lo cómico es que cuando habla de mí a otros les dice, como una de las referencias: “a mi hija le gusta mucho el jazz”. Supongo que para cualquier persona “escuchar jazz”, otorga cierto estatus intelectual. Yo no le veo diferencia a la devoción con la que alguien puede escuchar a John Coltrane y otro a Diomedes Díaz. Son universos muy distintos, pero intensidades semejantes. De hecho, una misma persona podría escuchar ambas cosas con la misma entrega. 


Si hay un estatus que, para mí, supere cualquier nivel de lo que sea es el de respeto. La elevada postura de la tolerancia. Y la apertura, que no se trata de ninguna capacidad camaleónica, pero sí de disposición. Es eso lo que admiro y busco. No me cabe duda, además, que existen esos puntos de convergencia en los que al voltear estamos todos moviendo los labios en dirección a las mismas líricas, pues si de algo estoy convencida es de que la música todo lo puede. Como por ejemplo, juntar blancos y negros en torno a los mismos ideales en pleno auge de la segregación. Así como en este video de Paul Simon cantando en contra del Apartheid que, por cierto, descubrí esta tarde en un hermoso almuerzo familiar. 

Una mejor vida: La música.

Por: Xëh Reyes

Hay quienes saben sobreponer algunas bellas palabras sobre una melodía. Existen algunas personas en este mundo que nacieron con el don de escribir poesía, escribir música. No puedo evitar conmoverme, al sentir alguna canción, una de esas que logran desunir en mí cada uno de mis átomos, llevándome al éxtasis, a flotar. Salir del mundo que conocemos, cerrar los ojos y dejarse caer en un lento espiral de ensueño, meditar sintiendo cada vibración que duerme las puntas de los dedos. Una voz aterciopelada que acaricia mi rostro, besa mis labios con suave ternura, descansa cada músculo del cuerpo, y desvanece cada pesar, cada pensamiento, cada asunto humano. 


Mundos imaginarios
están flotando en el aire
pasan por nuestros cuerpos
ecos de mil radares
cuando te afectan
nadie lo sabe 
G.C


¿Será Dios? Es difícil no preguntarme cuando me he dejado llevar por la corriente de este inmenso y calmo mar de sensaciones en el que me he sumergido. ¿Será Dios? Vuelvo a preguntarme, sin no haberme antes reconocido como la primera incrédula. Está bien que la evolución nos haya hecho tal cual nos vemos en un espejo, que la física, la matemática y la química me expliquen cada suceso de la realidad. Pero, ¿y la música? ¿Qué hace que la música rompa con las barreras del tiempo?, ¿Que sea tan antigua y tan actual a la vez?, ¿Qué hace que sea tan liviana pero tan trascendente; tan irracional pero tan humana? Desde un comienzo, desde la música más tribal, quisiera entender qué hizo que el hombre se haya visto obligado a producir sonidos, a comunicar sus estados de ánimo a través de ritmos, melodías y armonías. Sin duda, existe una correlación entre el nacimiento del primer sentimiento y la demostración del mismo. Ahora, ¿cuál sería el primer sentimiento del hombre, y a qué se debe? Esto es otro misterio. El eslabón perdido, le llaman a ese enigma, a ese momento justo en el que el hombre dejó de ser animal para convertirse en una especie superior. Habrá razones estructurales del cerebro, claro, pero la chispa que desencadenó la catarata de sentimientos que a lo largo de nuestras vidas experimentamos, es algo que está mucho más allá de cualquier cosa que pueda especular. Y me vuelve la pregunta: ¿será Dios? 


Y como el fuego reflejado en el agua
dibujaba partículas de dios
El fin de amar
(es) sentirse más vivo
G.C


Sé de un ser musical -de un genio de la seducción, de las palabras y de la transportación- que duerme profundo, en un mundo de tales nociones musicales que nosotros no alcanzamos a escuchar. Él está envuelto en esas miles de melodías y sensaciones que no alcanzó nunca a darnos, porque él está ahora en un estado superior al nuestro. Permanece en un espacio en el que flota lenta y constantemente al ritmo de esos secretos que sólo la música conoce. Y repito, la música es el misterio más secreto que se guarda la creación para sí.  O para el día de nuestras muertes. Quien ha amado la música, y se ha perdido en los laberintos de cada nota colocada por en su lugar por el supremo, ha conocido el rostro de Dios. ¿Cómo más podemos explicarnos que aún hoy tratamos con esfuerzo descifrar a Bach?, ¿cómo es posible que cada nota esté tan exactamente colocada para decir tanto en tan poco espacio? ¿Espacio? ¿Dónde está la música? ¿Dónde vibra? La física cuántica, tan mágica, nos habla de diminutas cuerdas de violín que atraviesan el universo y que vibran con cada tonada. Nos dice también que la música penetra cada célula de nuestros cuerpos y hace vibrar las moléculas de agua, dándole una forma particular y maravillosa a cada una. 


Este hombre introdujo y cerró todas mis noches de amor, los primeros besos, las primeras caricias, miles de lunas contemplé con melancolía guiada por su voz. Cuántas noches lejos de casa le escuché, haciendo de cada lugar mi propia casa. 


Gustavo Adrián Cerati, ¿en qué clase de sueño podrá estar sumergido hoy? Creo que aquí nos dejó una pista:


Puedo equivocarme
tengo todo por delante
Nunca me sentí tan bien
Viajo sin moverme (de aquí)
Chicos del espacio
Están jugando en mi jardín
Medirán el azar con el viento
Fuerza natural
(…y me eché a la suerte…)

¿Quién lee?

Por: Adriana Carrillo


A algunos nos pasa que escribimos lo que vemos, lo que pensamos, lo que creemos interesante. Nos pasamos la vida buscando las palabras justas para decirlo. Las más precisas, las más sonoras, las más fieles a la imagen mental de una idea. El oficio se convierte en una delicada cirugía en donde se pretende poner todo el mundo en letras. Como hizo aquel personaje del poeta de Borges en su cuento “Parábola del palacio” (El Hacedor, 1960), que colocó cada detalle del palacio en un solo verso, hasta el punto de ser acusado por el rey de habérselo arrebatado.


El escritor pone sus ideas en manos de la imaginación de un hipotético lector y depende de ella para hacerse real, para que sus espacios sean recreados y sus ideas entendidas y, a veces, comprendidas o refutadas. Pero se escribe en soledad. Las frases se hacen en total intimidad. No es un arte vistoso en su realización, como la pintura, o el cine, incluso, ver a un músico hacer dibujitos que suenan tiene más gracia que ver a un escritor poniendo palabras en un papel, y que a veces mira lejos varios minutos, varios minutos, muchos minutos y vuelve a la hoja o la pantalla con los ojos fijos: nada más aburrido.


Y el náufrago que es el escritor entrega lo que hace, y luego sale a la calle y camina, y hace cualquier cantidad de cosas convencionales. Se queda en lo íntimo, en lo que surgió en la cabeza y le movió los dedos. No hay ecos. Entonces, un día, ese escritor piensa que no tiene sentido lo que hace. La gente, además, dice con orgullo que no lee. ¿Para qué leer? Es tan aburrido como ver escribir. Los periódicos y las revistas, que viven de las lecturas, optan por publicar textos cortos, porque la gente no lee. Y a ese escritor le pasa exactamente igual. Pero otro día, descubre que alguien disfrutó aquella lectura y que pensó en tres cosas más, y que hizo suyas aquellas palabras. El escritor sigue escribiendo y le basta un lector que lee sus historias o reflexiones para no sentirse aún más solo, ese solamente, al que de seguro no conoce. Después se da cuenta de que, aún sin lectores, importa más que haya ideas, finalmente, es eso lo que basta para no ser una especie en vía de extinción. 

Frente a lo posmoderno, el preantiguo. Escribir.


Por: Sandro Bozzolo

Descubres que escribir es lindo, es importante. Escribir, pero escribir con tinta sobre papel, con lápiz sobre pantalla, con letras antiguas y preantiguas, y vivas sobre hologramas electrónicos que nos hablan de modernidad y posmodernidad.

Escribir entre brisas y perros, escribir entre la sombra del pelo reflejada por la luz caliente de la noche sobre el papel; una imagen perfecta y peligrosamente irreal, un dibujo que se mueve allá donde la palabra se queda. Escribir como drogarse, consecuencia del aburrimiento y de la necesidad, de las ganas de irse por un momento de este mundo lleno de significados vacíos, viajar ligeros entre pensamientos que mañana no tendrán ni un sentido, ni un ayer; que hoy, sin embargo, llenan de color todo el universo. 

Escribir para observarse en un espejo el ojo melancólico y la mirada juvenil, los primeros cabellos blancos sobre palabras que todavía no existen en el léxico de los viejos. Y escribir para maldecir, para ilusionarse sobre una batalla perdida desde el comienzo, para sacar a pasear al monstruo que habita nuestro interior. 

Escribir porque quien escribe no puede ser malo, escribir porque quien escribe no quiere ser bueno, pero tampoco superficial mentiroso o insensible, quien escribe es un egocéntrico demasiado aburrido para hablarse a sí solo. Escribir, no obstante, el movimiento enloquecido del tiempo real, para buscar en la lentitud, la respuesta y las defensas. Escribir con el sueño de parar así, 
el tiempo.

Escribir porque así hacían los griegos, los romanos, los egipcios, porque a través de la palabra el hombre supo transmitirse a sí mismo a lo largo de los siglos, y si nunca se encontró la piedra que transforma la naturaleza en oro, hoy se pueden ver piedras que hablan, y ya es algo. 

Escibir para jugar y pasarla bien, escribir para llorar y sufrir, para transformar la realidad en una metáfora y la historia en una ligera novela. Escribir para acercarse al Hombre alejándose de Dios, escribir para escribir y escribir para después tener algo que leer.

Barranquilla, ¿ciudad moderna?

Por: Adriana Carrillo


Un mexicano le pregunta a otro: “oye cuate, ¿tú eres moderno, o pos moderno?” y el otro le responde: ¡pos-moderno!

Chiste popular



Cuando estaba empezando la carrera de Comunicación social, me encontré con un profesor de Historia moderna, exiliado chileno, que después de hablar todo un semestre sobre modernidad, nos dijo que no creía que la posmodernidad existiera. La afirmación me pareció cerrada y absolutista y resolví, en aquel entonces, que el hombre estaba en un error, producto de su arrogancia, por lo demás. El semestre siguiente tuve otro profesor que hablaba de la posmodernidad, del sujeto senti-pensante y la tendencia actual de la gente a preocuparse, exclusivamente, por el presente. Leí algunas cosas y el tema llegó a apasionarme, como buena estudiante entusiasta, abierta y hambrienta del debate de ideas.


En un pasillo, volví a ver a aquel profesor modernista, sarcástico a morir con sus alumnos menos aventajados, que aún me recordaba; cabe decirlo, en buenos términos. Aproveché el breve encuentro para refutarlo y argumentarle aquella teoría. Me escuchó y me sonreía con aquel aire de haber escuchado esas cosas miles de veces. Cuando encontró espacio, me dijo: “pero si esas cosas ya las ha dicho la modernidad. Acuérdese de la lectura de la primera clase, la Tercera meditación de Descartes…”. Volví a contra-argumentar, llena de certezas y ahínco. A lo que él respondió con una risotada y una invitación a discutirlo con más tiempo y libros de por medio.


Nunca cumplimos aquella cita y el tema, para mí, quedó flotando. Lo único que dejó fue duda. Nada nuevo para quien filosofa. Con el tiempo, fui encontrando respuestas, que me hacían recordarme a mí misma como una adolescente enérgica y apasionada. 


Cuento esto, no para dar una respuesta al tema. Ni para decir si existe o no la posmodernidad, ni para decir si una es mejor que otra. Al fin y al cabo en la filosofía cada quien cree lo que quiere creer y por lo tanto, son siempre discusiones infinitas (que como en el monopolio: uno juega hasta que se aburre). Yo creo en la razón ¿soy modernista?; Apoyo la diversidad ¿soy posmoderna? 


Tener claros los conceptos es una tarea de largo aliento. Sólo unos pocos están dispuestos a buscar claridades sobre el tema, y yo lo aplaudo. Pero hay que tener en cuenta que así como existe una teoría, hay un millón detrás. Sólo diré que pensar esas cosas en esta ciudad es una paradoja interesante. Ya quisiera yo que Barranquilla, una ciudad llena de transacciones medievales, fuese moderna. Yo, por lo menos, no creo que lo sea. Me cuidaría de asociar lo primitivo con lo moderno y, entre otras cosas, de decir que estamos en “una de las ciudades más modernas del mundo”. Sólo espero que las confesiones no terminen en confusiones. Como dice un gran amigo boricua: “Ya tú sabe’”.

Confesiones de fin de era

Por: Xëh Reyes



Que nos manejan la vida, dicen los de la teoría de la conspiración. Que ya no hay valores, dicen los tradicionalistas. Que el arte muere, dicen los románticos. Que ya no se puede creer en la política, dicen los jóvenes.  Y así, podríamos seguir con una lista interminable de quejas y reproches, sobre lo que se ha convertido este final de era. Para los que llegaron tarde, les cuento que estamos en final de era. La llamada Postmodernidad, empieza a vislumbrarse aún bastante lejana, y la era moderna en la cual nadamos actualmente, nos está llevando a lo más profundo de sus aguas. Necesita, antes de irse, llevarnos a sus extremos, a sus oscuridades, a lo que hay en el fondo, a nuestro propio exterminio.


El Narrador de este blog, ha ido recopilando cada una de nuestras historias en una sola. Y al leer su cuentecillo es fácil notar cómo nos quejamos, renegamos y repensamos una y otra vez, los tiempos que estamos viviendo. Desde Baudelaire y “Las Flores del mal”, pasando por Chaplin y sus “Tiempos modernos”, hasta “El fin de la modernidad” de Gianni Vattimo, algunos humanos que piensan en demasía le han dedicado gran parte de su tiempo, a un tiempo que se le acaba el tiempo: la modernidad. Nuestros amigos colaboradores del blog, y ustedes, posibles lectores, estamos aquí por un mismo motivo, entender hacia dónde vamos caminando. Algunos filósofos nos han ayudado a vislumbrar el siguiente paso: la bien conocida postmodernidad que aún está muy lejos de nuestras cabezas.


Mudar de era representa mudarse de casa, es decir, antes de llamar al camión de la mudanza e irnos al que será nuestro próximo hogar, debemos recoger y limpiar nuestra casa actual. Con esta analogía bastante boba, pretendo decir que antes de pasar a la postmodernidad, debemos acabar por completo con esta modernidad, debemos dejar que la propia modernidad acabe con todos sus valores, aniquile sus propios principios, así señores, los que sobrevivan podrán ser hombres libres. La razón moderna es bastante histórica, está basada en la materialidad, y lo que ella considera real. Sin embargo, este mundo moderno empieza a transformarse en un mundo donde la vida social se sitúa en este espacio virtual, nuestros documentos más preciados se traducen en números y códigos binarios, donde los blackberrys son el eje de la colectividad y donde los videojuegos se han convertido en un agujero a través del cual desdoblamos la realidad que nuestras mentes modernas conocen, no sin antes desaparecer los límites entre lo real y la ficción. 


Esto que conocemos como modernidad, el capitalismo, la pluralidad, la descentralización de las ideas – pero no del poder- , Dios y la historia, ya debieron morir. Pero aquí viene mi hipótesis, esta modernidad en crisis, que ve cómo todos sus ejes se desvanecen: la crisis financiera, el boom de los sacerdotes pederastas, los eslabones perdidos no encontrados, la indiferencia política juvenil, y la extrema pluralización y segmentación de la sociedad; no nos dejará aún, por más que algunos quisiéramos. Basta con observar una sociedad tan primitiva como la barranquillera, una de las sociedades más modernas que existen en el mundo, de esas que aun basan todo su ser en las divisiones socio económicas, la burocracia, el poder y las apariencias; los apellidos, los clubes y la discriminación; los contrastes sociales, el fanatismo religioso y la credulidad en el gobierno, para entender que aún nos falta un largo camino para llegar a la post modernidad. 


Lo que estamos viviendo es el coletazo de esta modernidad, o en otras palabras, la estrategia de la que se vale esta “híper modernidad” para llevarnos a todos nuestros extremos antes de morir. Y yo concuerdo. Debe ser el proceso natural por el que debe atravesar un ser humano -creyente de todo, menos de su propia realidad, que no digiere el significado de su época y de su propia existencia- antes de poder racionalizar la maravilla que nos depara una era postmoderna. 



Para concluir creo que no vale la pena seguirnos quejando de la desaparición de eso que más queremos, ejemplo: el arte. No vale la pena renegar de la sociedad actual, la cual está condenada a exterminarse por sí sola. No vale la pena, tampoco, que sigamos divagando con aires nostálgicos. Sólo nos queda soñar con un pronto fin para esta era, y recibir de brazos abiertos el post que nos espera.   Y digo soñar, claro, porque no estaré viva para verlo, me conformaré con disfrutar el momento que me tocó vivir: la gran ruptura.

Esbozos de un sujeto no-pensante

Por: Héctor Saavedra

Algún Descartes colombiano posiblemente habría dicho: “Si la pienso mucho, luego pierdo el año”, exactamente el tipo de raciocinio que nos ha mantenido “vivos” por casi dos siglos de una tal independencia.
Tal vez aquella profesora de filosofía en 10° grado se escandalizaría con dicho postulado adaptado a la más colombiana forma de entender la ontología del mundo que lo rodea. El hecho es que pensar se traduce en toda una serie de intrincados procesos mentales que pretende (a veces no muy satisfactoriamente) evaluar toda las posibilidades y variables disponibles en una situación X, Y O F; a los cuales nuestro individuo colombiano no está dispuesto a someterse, sencillamente porque cree fervientemente que no es más que otra pérdida de su tiempo productivo, en el que sólo una posibilidad está disponible: la más fácil, (a veces requiere atravesar la línea de una tal legalidad).

Así es. Es como si de alguna forma estuviera inscrito en nuestro mapa genético: “hacerlo fácil”, lo cual no implica tener que complicarlo todo tampoco. No imagino a alguien filosofando concienzudamente sobre la correcta forma de hacer que combine algún atuendo universitario de todos los días (algunos parecen muy elaborados), o taladrándome las neuronas tratando de entender cómo rayos debo acercarme a una señorita que mira como esperando algo y al tiempo lleva un letrero en negrita de “vete al diablo” en su frente; en dichas situaciones conviene pensar que no hay que pensar mucho, o sí que se “perderá el año”.

No pretendo ponerme muy filosófico aquí, (eso quedó en épocas pasadas, donde cuestionar todo dotaba de cierta extraña intelectualidad, obviamente inexistente) sólo pienso que pensar resulta entonces un proceso sujeto a las exigencias del contexto; pensar mucho, pensar poco, el vaso medio lleno o medio vacío, y esa basura… eh, ¿me siguen? Creo que no… el punto es que el “acto” de pensar, a riesgo de que suene un poco redundante, debe ser empleado con cierta inteligencia, y no hablo de pretensiones intelectualoides, me refiero a una de tipo pragmático, donde las ideas no sólo sirvan para impresionar a alguien, donde de hecho las ideas se traduzcan en oportunidades, en nuevas posibilidades más allá de “la facilonga”.

Nota:
Tal vez un poco de esto le vendría bien a unos pocos perdidos entre los amplificadores de sus automóviles, tan recurrentes por estas tierras tropicales…

Nuestra ciudad

0:02 Publicado por Maga 0 comentarios

Por: Sandro Bozzolo

Dice que en la ciudad donde nació la gente que escribe no es aquella que mejor 
lo hace, y con "mejor" se definen parámetros técnicos, pero sobre todo, pasionales. Carnales. Escribir porque no hay alternativas, por ejemplo. Según el instinto. 
Alguien más le agradece haberlo "traído" - usa este preciso verbo - a este 
espacio en donde las leyes de la cotidianidad, de lógica - ilógica y de la 
rutina (las mismas leyes que nos empujan a "especular y divagar") pierden todo 
su significado y su valor, y empujan a sentarse frente a una pantalla-espejo 
hasta que "la parte baja de la espalda empieza a doler"... 
Ahora. Yo no sé cual es "la ciudad donde [ella] nació", pero es bastante 
parecida a la donde nací yo - y que no puedo llamar "mía". Y puedo asegurar que 
por lo menos 10.000 kilómetros corren entre los dos, así que....todo el mundo un 
país. Esto nos pone entonces a reconfigurar diametralmente nuestros parámetros 
sobre el concepto de "ciudad", del lugar al cual pertenecemos: por como la veo 
yo, si tenemos que construirnos una identidad de pertenencia, por lo menos que 
no sea desde un punto meramente territorial.  
Me viene a la cabeza lo que se decía más abajo. Este cuento de la realidad, de 
la irrealidad, de la virtualidad. Me viene a la cabeza porque, en esta 
irrefrenable caída hacia los abismos de la pre-postmodernidad, tratando de 
sacarle lo positivo siempre, vivimos ahora la posibilidad de crear "nuestra" 
ciudad. Que es, ni más ni menos, esta. Un lugar vivido y construido por 
nuestros verdaderos similares, gente que comparte características más profundas 
y menos arbitrarias que sencillas razones de idioma común, o sangre, o lugar de 
nacimiento. Verdaderos conciudadanos. 
No sé los demás, pero yo verdaderamente creo en esto. Por pequeñas razones 
de experiencia, de trocitos de vida vivida, pero sobretodo por lo que siento 
cuando me enfrento a la “realidad” que describe Adriana: ganas de refugiarme. 
De correr a mi casa, entre mi gente, para reconocer el olor de pensamientos 
escritos por otros, que yo me limité a…pensar.

Por esto, y por todo lo otro anteriormente dicho, ella está en lo cierto: 
…tenemos ahora otros compromisos que no podemos (debemos) evadir.

El (nuevo) gusto por las letras

Por: Gastón Oberti



Cuando comienzas a sentir ese viejo y querido dolor en la parte baja de la espalda (justo sobre la cintura) es cuando te das cuenta de que hace horas tu cuerpo no cambia de posición, que las piernas se entumecen, te duelen un poco las manos, no tienes la más remota idea de qué hora es, tu café esta frío y tus pies aún más. Es que hace rato ya, que estas sentado frente al teclado pensando. Sí, pensando. 

Escribir… ¿por placer? ¿A quién se le ocurre? Los que hablamos con la voz de la experiencia y llevamos toda una vida (bueno, está bien; toda una semana) escribiendo sabemos perfectamente que escribimos por necesidad, no por placer. Que plasmar en un documento ideas, pensamientos, proyectos o lo que fuere te de cierto placer es otra cosa muy diferente. ¿Que cómo lo se? Pues, porque alguna mente enferma me llevó casi a punta de pistola a escribir algunas cosas, y luego le fui agarrando el gustito. Inmediatamente, otra mentecita bastante más cercana al Ecuador y bastante menos enferma que la mía se entusiasmó con la idea, no sólo de tener un amigo uruguayo, sino un amigo uruguayo que, a su vez, escriba…

Este individuo un tanto vago para las letras no puede hacer menos que reconocer que ha sido una experiencia sumamente positiva, con efectos colaterales benéficos, que arrastraron consigo muchos días de mal humor y pensamientos tristes. Dice también que logra reconocer un antes y un después y que no sabe si escribir es una consecuencia de haber sufrido durante tanto tiempo un profundo estado de desorientación y depresión continuos, o si por el contrario, es la causa y uno de los motivos principales, del comienzo de una nueva etapa, marcando la salida de aquel agujero anímico tan oscuro y tenebroso. 

De todas formas, escribir está directamente ligado al placer, aunque no creo se escriba porque a uno le guste. Escribir se vuelve de a poco una necesidad, sobre todo para personas tan cerradas (y encerradas) en su YO polifacético, como yo. Aunque tiene cierta cuota de egoísmo el hecho de dedicarle todos los recursos mentales a sus ideas, y dejar al resto del planeta esperando su turno mientras se escribe, no es menos importante nuestra necesidad de cumplir el rol de empleado, estudiante, patrón o jefe de familia de la mejor manera posible. Sin dudas, una gran guerra interna que no todos se animan a pelear, y que muchos menos terminan con alguna batalla conquistada.

Sin embargo, ya que todas las cosas que están ligadas al placer algún día se terminan, se vencen o se vuelven ilegales, pienso dedicarme a disfrutarlo mientras exista un poquito de creatividad y algo interesante para plasmar en un .doc. Pero tiempo al tiempo, que el trabajo, la familia y las mascotas reclaman sus quince minutos y por más que lo intentemos no podemos ignorarlos.

Le agradezco enormemente a Adriana haber traído desde tan lejos esa llave que abrió puertas hacia caminos hasta ahora desconocidos, pero que resultan tan entretenidos como relajantes. Sólo espero que la agotadora rutina no me lleve a terminar como su amiga, pues ya de administrativos robóticos, el mundo está lleno y seguramente no necesitamos otro. Y para la espalda y las piernas un pequeño estiramiento y una caminata hasta la cocina. Dos minutos de microondas para el café y al teclado nuevamente, que pensar sigue siendo gratis y hasta podemos llegar a disfrutarlo. 

Hacen falta plumas... para volar

Por: Adriana Carrillo 


Una de mis mejores amigas es también una de las plumas más atractivas que hay en esta ciudad donde nací, pero hace mucho se hartó de la redacción y ha optado por otras cosas, incluso, algunas más administrativas. Estudia comunicación social y periodismo, pero si hay algo que tiene claro es que no va a dedicar su vida a la escritura. 


Gastón, mi amigo uruguayo, no ha escrito nunca ni un diario, y con esto me refiero a que no ha llevado una escritura constante motivada por el placer. De seguro sus redacciones no pasaron más allá de los trabajos de universidad. Sin embargo, espontáneamente, vive contándome historias, sumándoles los datos más intrigantes, paradójicos y detonantes del placer de su lectura.


Estos dos ejemplos, me hacen pensar en una cosa: la gente que escribe no es aquella que mejor sabe hacerlo. Cuando llegué a la ciudad, leí algunos textos escritos por contemporáneos. Uno, en particular, me hizo sentir que la falta de cultura intelectual es un mal generalizado, por lo menos en Barranquilla. Sentí, al leer, un discurso latente que me decía que no importa qué se diga o cómo se diga. No hay intenciones de sumarle a lo que se escribe ninguna carga de información minuciosa o algo de reflexión profunda. Los textos se limitan a especular y divagar. Ni hablar de la cantidad de imprecisiones. Y esa es la única gente que escribe o coordina revistas en la ciudad.


Ahora, esas publicaciones pobres en contenido hacen bien en existir. El problema es que otras de mayor rigor se queden como proyectos sobre la mesa. En letras regadas por todos lados. Y lo digo como autocrítica. Evidentemente, la generación que se ha dedicado durante años a hacer cosas importantes en la ciudad está emigrando hacia otros ámbitos, abriendo nuevos ciclos personales que, por supuesto, merecen. Y nosotros, las nuevas generaciones, tenemos ahora otros compromisos que no podemos (debemos) evadir. 

Melancolía nocturna... ¡pasen y vean!

Nota del editor:
Me complace recibir este pequeño escrito de mi gran amigo uruguayo, Gastón, a quien conocí hace un año en Montevideo. No suele escribir, pero disfruté leerlo y más sabiendo que fue, precisamente leyendo este blog, como se motivó a hacerlo. De ahora en adelante se arriesgará a escribir junto a "la gente que sí se dedica a eso". Aprovecho para darle un saludo de bienvenida a nuestro amigo charrúa.

Por: Gastón Oberti


Foto: Gastón Oberti

Siempre trato de estar bien para los demás. Aunque muchas de mis sonrisas maquillan un estado más bien descripto como... como el culo. No debe ser nada fácil vivir mi vida, no lo es en el día a día. Pero, como de chico me enseñaron que al mal tiempo buena cara, trato de que si hay tristeza, que no se note. Esta es una filosofía que, si bien ha probado ser válida con los años, no es la ideal. Uno termina inundado por un estado de “felicidad” aparente, en el cual se siente mas cómodo que en la realidad, de la cual, sin querer, uno se va escapando de a poquito, a fuerza de amabilidad y lindas caras.

En algún momento de esta realidad 70% fantasía, justo cuando percibo que el dinero no alcanza pero no importa, que soy consciente de que tengo los valores bien puestos, pero no los predico con hechos, que complazco a todo el que me rodea, menos a mí mismo, pero me cuesta un Perú reconocerlo, en ese preciso momento es en el que se me hace imposible reconocer la línea que separa la verdad de la milanesa, de la sonrisita compradora. En ese mismísimo momento me doy cuenta de que no estoy nada bien, de que estoy profundamente triste. Rodeado de un mundo hermoso que construí, pero que no se siente mío, que no se siente tan feliz como debería sentirse.

Y como soy conciente de que hacer lo correcto y dejar de mentirle a todo el mundo, incluido a mí, es muy difícil, pero que además lastimaría a mucha gente, incluyéndome, claro, sigo con la mentirita inocente y fácil que, dicho sea de paso, es bastante más fácil que poner las cosas en su lugar. Pero sin miedo, arriba ese ánimo. Pasen y vean, que por acá está todo como siempre, ¡todo bien!.

Divagaciones del pensamiento

Por: Sandro Bozzolo


Llegará el día bendito en que ya no existirá ningún día, y solo quedará la noche. La noche, con sus encuentros y sus ilusiones, con el sabor de remordimiento que atropella la conciencia frente al espejo de la mañana.
No sé qué iba buscando ayer. Seguramente, no amor: lo dejé todo en lugares equivocados, a lo largo de un camino lleno de puertas abiertas sobre cuartos sin sentido. Y tampoco una charla o una sonrisa, que no busco desde cuando aprendí – por acumulación – que la mayoría de las veces significan falsedad. Huyo también de ellas.


La conclusión es, por exclusión, que lo que iba buscando era dolor. Esta maldita necesidad de caminar en un hilo en equilibrio sobre las llamas para llegar a un balde lleno de agua helada. El dolor de auto-ilusionarse, creerse lo que nunca hemos sido y lo que ya no somos más, y la ilusión de pensar – sin creer – que mañana, mañana sí que será mejor. 


Canela. Así creo que se llamaba, aunque puede ser una desviación sinestética con la imagen de su ser. ¿Existió de verdad? Digo, ¿existió de verdad esta ilusión de realidad que me devolvió cinco segundos de juventud? ¿O fue un sueño? ¿O fue una película? ¿O fue el canelazo? Toda una vida vivida, y no tener ni siquiera la capacidad de distinguir entre realidad y sueño. Y peor: entre alivio y dolor.

Baudrillard se toma un canelazo

10:31 Publicado por Maga 0 comentarios
Por: Xëh Reyes 


Ella le hace tremendo honor a su nombre. Cada pigmento de su piel lo corrobora. Esa festiva pero desolada noche, caminaba sola por aquel pequeño pueblo de la sabana cundiboyacense. Canela tiene 16 años, piernas torneadas, espalda recta y abdomen plano. Ojos café claro, luce con orgullo su nuevo corte de pelo; mitad de la cabeza pelada, y del otro lado una cascada de cabellos ensortijados de color canela también. Paseaba sola por el pueblo, observaba el mundo con cierta actitud, como si éste no existiera o fuese ficticio para ella. Lo observaba y a la vez no. Su mirada parece haberlo entendido  ya todo, y las desgracias humanas le son indiferentes. La fuerza de sus pasos al andar, reafirmaba cada uno su presencia en la tierra de los hombres, pero ella parece sencillamente no pertenecer o pertenecer demasiado bien. 


Cada humano del sexo masculino, sucumbe a su joven y radiante belleza, y ella por ahí camina tan de ella y tan de nadie, que es muy fácil intimidarse. Quien a ella se acerca no deberá ser ningún don nadie, deberá darle un buen alimento a su cabeza llena de respuestas sin contestar, y preguntas por hacer.  El frío cobijaba la noche, y buscando calor en un viejo bar de ancianos, Canela, sin antes hipnotizar a sus coterráneos, se sentó en la barra y pidió un canelazo, una bebida a base de aguardiente y agua de canela, famosa por calentar el cuerpo en noches de frío y por sus facilidades para conseguir una buena borrachera. Canela se baja atónita por un segundo de su mundo fantástico perturbada por la fija mirada de uno de los ancianos sentados a su derecha. 


Con su infinito amor por el mundo sonríe amable en gesto de saludo. 


-“El sujeto sólo puede desear. El objeto sólo puede seducir” fue correspondida por dicho señor, que continuó con una sonrisa.  


-“no soy aquel objeto maldito, obsceno o esclavo del que habla, recuerde que  es usted quien inventa su propia historia, ya tendré yo mis pensamientos sobre usted” dijo Canela con una carcajada deliciosa. En esos momentos, con aires de resignación y encantación el amigo pidió un canelazo. 


Con cara de no saber ya más cómo hablarle, el anciano miraba con determinación algún punto de vacío, y tomaba del pequeño vaso algunos sorbos de la bebida caliente. Aferrado a sus palabras prosiguió:


-“Joven mujer, dijo con un tono de hombre sabio la seducción no es misteriosa como crees, es enigmática. Me explico… el enigma es cómo el secreto, no es oscuro, ambiguo o incoherente. No es lo ininteligible. Otra cosa es que nunca sea dicho o revelado. El resto, la búsqueda de esa revelación, no es ningún misterio, ha de ser la mecánica del juego”. 


Canela sin dejar de pensar en  las palabras del hombre, intercambió su nombre con el de él. Lamiendo de sus frescos labios algunas gotas de canela, tomó pronto con su actitud de constante estudiante un cuaderno de apuntes que llevaba en su mochila, escribió algo y con una pícara sonrisa cerró el pequeño diario. Vio en los ojos del anciano una mirada recién inquietada, de seguro él  deseaba en ese momento leer dicha frase pero y quién se atreve ahora a dar la primera palabra después del pequeño discurso anterior. Se observaban cómplicemente, ambos con  una ligera sonrisa entre la bocada. Una gran carcajada rompió el inquietante silencio. 


-“Parece una escena sacada de una película”, se burla Canela de la irónica situación. 


El anciano pensó un segundo en las palabras de Canela y luego estalló en una risa incontenible que elevó toda la sangre de su cuerpo a su cabeza. Canela que se reía de la cara del viejo, le insistía en que le contara que le había hecho tanta gracia. Él haciendo un gran esfuerzo por parar de reír y tratando de articular lo mejor posible sus palabras  le comenta bajando un poco la voz entrecortada por la fatiga:


-“Ya lo sobrepasamos absolutamente todo, ya no sabemos cuales son los límites entre la escena y la realidad!”. Y ambos estallaron de la risa, mientras que los demás clientes del bar sólo los veían como un par de locos.


Canela salió del bar con su nuevo amigo por el brazo, diciendo:


-Ese tu mundo, material e histórico, ya conoce su destino fatal. Consiguió lo creído imposible: simularse a si mismo. En cambio, éste mi mundo, ya no tiene ley, no conoce represiones mentales, ni paradigmas ancestrales. Ya no existe la ilusión, es el mundo de lo más real que lo real; el éxtasis, el paraíso.


(Y antes de saber qué decía el apunte del cuadernito, hagan el ejercicio de sentir la intriga.)