Literatura en imágenes

Por: Adriana Carrillo Silva


El beso de la mujer araña, 1976
Novela



Manuel Puig, escritor argentino, nacido en 1932, homosexual, exiliado por la dictadura de su país poco antes de 1976, empezó a escribir El beso de la mujer araña estando en Buenos Aires; viéndolo todo: desapariciones y muertes, hasta que la prudencia lo lanzó fuera para no volver. Y no volvió, ni siquiera con la democracia, por una cuestión de dignidad, para decirlo desde sus pies. “Con Alfonsín la censura no existe más, pero no se escribió una sola línea para un libro que ha suscitado tantas reacciones, positivas y negativas en tantos países del mundo.”, dijo Puig a la revista Crisis en 1986.

De no ser porque el libro tiene la fuerza y la fluidez hilvanada o, tendría que decir, montada como imágenes para ser vistas en la cabeza, hubiera expuesto acá un breve análisis de la película de Héctor Babenco, The kiss of the Spider woman (1985). En la película hay picos altos, fuertes; una buena reconstrucción de la historia; un conjunto de elementos que hacen, en su totalidad, a un buen film. En el libro hay dos personajes que puedes tocar, con los que puedes convivir, por eso mismo que Puig encuentra más propio de la literatura que del cine: la realidad. Son dos personajes. Sólo ellos en una extendida conversación que devela lo que son, cada uno un universo, con definidos roles en la vida social: uno homosexual, otro activista político; ambos presos en  medio de la dictadura.

Desde el inicio se escuchan voces, y entonces se siente como si se entrara en una habitación donde están ambos, Molina (o Molinita, como le terminó diciendo Valentín) y Arregui. Y paralelo a ellos los muchos otros personajes contados por Molina, historias fantasiosas como el cine que amaba Puig, alegórico o romántico, donde hubiera siempre una heroína con quien sentirse identificado, porque Molina era la estrella, la amante, la amada, la protagonista de cada historia.

Teniendo el libro en la cabeza al ver la película esperé, por supuesto, escenas puntuales, si no por morbo, por una profunda curiosidad. Ya había sido tamaña impresión la que me había llevado leyendo, hasta el punto de tener que desviar la vista de las letras, y ahora verlo traducido al lenguaje cinematográfico, representaba todo un lujo. Un segundo antes de llegar a ellas me di cuenta de que el lujo estaba en la imagen que te da la cabeza y aunque no lo haya visto muy claro, hasta parece que yo lo hubiera imaginado mejor enfocado. Pero esas escenas de las que hablo, que no hay siquiera que mencionarlas, están puestas en el film con más decoro que en la volátil imaginación y no por eso menos ingeniosas, aunque una de ellas (cuando se apaga la vela y todo sucede en la oscuridad) es, más bien, un tanto cliché.

Cuando vas a la mitad del libro, encantado con estos dos personajes, y piensas que la historia está ahí, entre los dos, y aún así se está como un lector fiel y satisfecho, aparece la relación con el exterior inmediato. En esa cárcel hay gente interesada en información y nuevas pescas, por lo que empieza a aparecer la posibilidad de una traición. Entonces las conversaciones no vuelven a ser iguales. Hay algo más, y el lector lo sabe, pero hay duda todavía. Todo se convierte en una tensión que hala por ambos lados, de esas que te hace cambiar de posición, o reír de complicidad, volver al propio mundo y darte cuenta de que la gente te mira a ti curiosa, y salen como unas ganas de ir a contarle todo con detalles. Las delicias de una historia bien contada.

Pero Babenco usó otras maneras para desarrollar la historia; otros colores para cada personaje, que más tarde Puig reconocería diferentísimos a como los imaginó para su historia. Rescataría que Babenco logró comunicar su mensaje, aunque por otras vías. Molina ya no era el hombre entusiasta y melancólico, pues acá lo veríamos triste, desproporcionado físicamente y demasiado joven. A Valentín lo veríamos falto de soltura, hasta en la lengua: no sale de su boca ese giro cariñoso hacia “Molinita”, hay un acercamiento más forzado, e incluso, poco transparente.

Sentarse a leer un libro de Puig es correr el riesgo de que te cuenten, no una buena historia, sino una historia mucho más que fabulosa, con formas y recursos cada uno mejor pensado que el otro. Puig escucha voces y las pone a hablar. Su literatura es como aquellas historias clásicas puestas en el contexto turbulento de las realidades latinoamericanas.

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