1.539 palabras encriptadas en una existencia atemporal

Por: Héctor Saavedra


Los rayos crepusculares fulminan todo lo que sobre sombras se encuentre en una sala de partos tapizada con baldosines verdes. Reflectores de haces de luz que apuntan sus miradas a la zona pélvica de una mujer llena de ímpetu en sus vísceras. Una sola mujer, una sola, con tanta preponderancia en su cuerpo todavía marcado por las consecuencias de anteriores episodios similares en el hospital. El reloj circular da las 10:15 a.m. Con un grito atrapado en la garganta, deja que aquella sofisticada luminaria revele la pequeña figurita que cubierta de fluidos naturales emerge de sus entrañas con cierta renuencia, en medio de una sucesión de llantos marcados en la tráquea y rugidos disonantes. ¡Es un varón! (deferencias raídas).


Pero… qué diablos, él ni siquiera no recuerda cuándo nació. ¿Un desfase de casi cuatro décadas? O quizás fue un día cualquiera en la memoria perdida de las masas, el epitafio de una vida indiferente que aparece con alguna cuenta regresiva incrustada en la frente, o de pronto el exordio en un lugar accidentado de ese balanceo errante a través de la tala indiscriminada de etapas, en donde los primeros años de existencia se esfumaban casi sin dificultad aparente en el núcleo tradicional de un medio estrato, sitiado de costumbrismos baratos y en donde la vida se encriptaba en una ingenua inocencia que flotaba como nube letárgica en el aire caliente de la ciudad. Celebraciones por lo alto en los clubes. Visitas a los familiares. Estudiar suele ser divertido. Figurillas de acción armables. Ser irresponsablemente espontáneo es aceptado.  Tan sólo el preludio necesario de algo que años más tarde despreciaría con todas sus fuerzas. Entonces tendría que dejar atrás las cosas que a los doce años lo hacían feliz, tendría que dejar todas esas cosas a un lado, aquellas cosas para las que siempre existía una bodega polvorienta al final del pasillo. 


Pronto eso que había pretendido evitar —«los viejos mitos recurrentes»— despertó en él para darle un último paseo por las calles áridas de esta burbuja. La metamorfosis. La soledad que se podía contar con las horas, pubertad, libros gráficos de educación sexual, un sexo amenazante en la caldera. Solían decir entonces que habían llegado las eras de una rebeldía justificada por los medios masivos, que lo normal era verse anormal, que era otra de esas etapas inconclusas; y las más estúpidas conclusiones de los supuestos expertos de la mente con sus doctorados enmarcados, colgantes en un muro que necesitaba ser rellenado. Puro vómito de la llamada «actitud generacional». La mutación y esos inoportunos giros que sucesivamente solían escupirle en la cara mientras debía aceptar con resignación que las viejas épocas, de una infancia en la que sólo era necesario dejarse llevar, ya no volverían nunca más. Días que eran los lapsos de un profundo odio en contra de esas gentilezas divinas pertenecientes a otros semejantes, lapsos en los que solo pedía por salir de aquella prisión de inocentes o desmantelar los trágicos nexos que aún le mantenían infeliz. Él finge estar agradecido denotando cierta obediencia con una prótesis en forma de sonrisa. Sus pasos están ya destinados a suceder el de los arquetipos desechables, y sin embargo sabe que no es como los demás, en el interior de su alma reside una entidad innegable, una atracción inexplicable que solo habita en los que al parecer están inmersos en una especie de vacío configurado para especímenes extraviados, ejemplares como él y como yo.  


Ahora ya han pasado cuatro años de inadvertida supervivencia, desde que su transformación inició: sus ojos ya no se muestran ingenuos, ahora son algo paranoicos, ya no esperan nada, ahora escudriñan con obsesión las palabras que llegan a sus oídos. Ahora logran ver algo que inteligentemente se esconde debajo de la superficie. El llamado del «underground»  se hace evidente en él. Esta ahí sentado en el mismo muro de piedras, el mismo en el que ve pasar oleadas tras oleadas de la misma sustancia indiferente que se pasea sórdida entre los bajos de sus automóviles blindados de vidrios polarizados y los litros de un alcohol «inhibidor», en los que encuentran un sentido o al menos creen encontrarlo. Ya no cree en la religión ni en la identidad, mucho menos en las que las ya acostumbradas charlas de las primeras horas del jueves sobre el sendero del bien y las líneas que lo probaban. Le resultaban inútiles porque dejaban más dudas que respuestas. Parecía entonces uno de esos subversivos apoyados sobre las paredes de un cubo amplio, de un sistema consumista, sediento de nuevas victimas: cerebros fáciles que caían cada vez más rápido. Jornadas en las que solo vivía por esas cosas sublimes: los sonidos de una guitarra anglosajona o de un tumbao centroamericano los miércoles al mediodía; las voces que le hablaban de un fulano de tal del siglo XX; las imágenes incoherentes proyectadas sobre artilugios tecnológicos como fotogramas; y, sin más, los comentarios «ácidos» en sus propias cuevas sobre aquellos que a menudo vendían  su conciencia saturada de locas noches por los bares de la desvergonzada sociedad adoradora del sol, constante en la miseria y los prejuicios desde períodos remotos. Al tiempo que aparecían a su alrededor los rostros «sensatos», cargados de escepticismo por una conducta que no encontraban en otros de la misma especie, que le sentenciaban de estar enfermo de alguna clase de síndrome de rarezas. Eran los rostros ‹‹sensatos›› con sus discursos monocromáticos que confinaban las diferencias visibles, que cuartaban las preferencias y que reprimían los deseos reprimidos en la celda de los pensadores alineados. Pero él, no era más que uno de esos pequeños errores que vagabundeaban en una inmensidad aplastante, una consecuencia de una continuación que viene de tiempos, textos, iconografías, resonancias protestantes de décadas pasadas: él no era de esos ni de aquellos: se trataba simplemente de una criatura bizarra llena eyaculaciones mentales y actuaciones hormonales en un mundo igual de bizarro.


Ahora pasa un tiempo y despierta un día pero todo le parece diferente. Las columnas irritantes del albor se asoman vaporosas, se apostan sobre su ventana eclipsada como un millar de navajas que al parecer lo atraviesan sin clemencia, acuchillando cada uno de los poros de su rostro aceitoso. Sus ojos agrietados se abren. ¿Qué hora es? ¿Qué día es hoy? ¿Martes o quizás jueves? Ya han pasado 365 días desde la última vez que pensó eso mismo. Han pasado sin dejar cicatrices frívolas, a pesar de haber recibido una marca que lo acreditaba como uno más de esos con fotos en las que se acostumbra a posar con un trozo de cartón resistente. La cita de una formalidad que no necesita ser detallada ni recordada. No obstante él posa sus pies sobre los frescos suelos embaldosados de su habitación mientras piensa que muchas cosas habían muerto con ese día de marzo. Ya no se convertiría en uno de esos patéticos productos de exportación del cubículo que engrosan los listados de nómina; sabía que no sería condenado de nuevo por las ambiciones de un mundo uniforme que madruga a las 6 de la mañana; sabía que no absorbería la misma basura de las líneas de una comunicación muy social; sabía que ya no codificaría el tiempo y el espacio que aún le quedaban en una aburrida secuencia de acciones monogámicas que causaban repugnancia de tanto haberlas hecho. Piensa que tal vez fue la inconformidad, la que hizo que esas máximas expresiones de una línea que se desdibuja entre la genialidad y la locura lo magnetizaran hacia los polos opuestos de esta mierda con forma de sociedad. 


Una nueva subsistencia, una constante huida hacia las composiciones anímicas del taller, hacia las transgresiones pictóricas plasmadas sobre los lienzos desnudos, hacia los sonidos de un violonchelo triste o las interminables páginas de un fallecido; las amantes silenciosas en espacios fríos o las formas puras para contar leyendas, las que aún permanecen incomprendidas mientras ni siquiera notamos que cada vez más nos perdemos entre los prefabricados y los archivos censales. 


Es la mañana del 7 de Marzo. Él se pone en pie y se dirige a comenzar un nuevo capítulo, cuando casi al instante recuerdo que alguna vez algún entrañable anónimo dijo «the ignorance will never die» en un auditorio en el que nadie escuchó nada. Entonces yo lo miro aliviado, en medio de sonidos de vibraciones sesenteras que extrañamente me llegan a la cabeza a forma de soundtrack, porque esa mirada neurótica que conozco muy bien me habla y me dice con tono aislado que no importa cuántos habría de cumplir ni tampoco las exigencias orgánicas de un año menos de descomposición: si él existía en esta tierra de segmentos inconclusos, siempre habría algo por buscar: un proyecto de película a realizar con Matías, un libro editorial Anagrama o los segundos de una tonada virtuosa escrita para desenchufarse. Y en esa búsqueda algo que siempre estaría: la diagramación de los textos casuales, los sistemas de color, estaría el rock, estaría «Never enough de Dream Theather», estaría la cita de algún día en el Blue Note, los agujeros negros supermasivos, estaría «Vampiro» de Munch, y la pelirroja invisible… Estarían los viejos amigos… los viejos amigos… los de la lejanía, los de la última fila…

1 Response to "1.539 palabras encriptadas en una existencia atemporal"

  1. Anónimo Says:

    excelente publicación...
    Aún mas excelente que existan escritos como estos.

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