Temporada de Mangos


Por: Xeh Reyes

Pintura: Jen Hess.
“Santa Marta, Barranquilla y Cartagena, son tres perlas que brotaron en la arena” La radio suena bajita en la cocina de la casa. Son las cuatro de la tarde, confirma Emisora Atlántico. En la terraza de la casa Juana está sentada sola, mirando lejos, comiéndose un mango biche, de esos que todavía están blancos, con buen limón, sal y pimienta. Es una tarde particularmente sabrosa debajo del palito ‘e mango que sembró el abuelo hace más de tres décadas para mitigar el sol y el calor de estas tierras costeñas. Ella era una niña cuando ayudó al abuelo a sembrar el arbolito, de nombre le puso José. “Mija, a los árboles no se les pone nombre” le dijo papa Egidio, como le decían cariñosamente al abuelo. La pequeña avergonzada de su inocencia no le dijo a nadie que el árbol se llamaba José, sin embargo cada vez que se sienta bajo su sombra, se acuerda claramente de esa escena de su vida. Y ella en su interior cuando ve el árbol lo llama secretamente José.

Suena un mambo de los “Blancos de Maracaibo” Juana se para como un resorte de la mecedora en la terraza de la casa y saca a bailar a Arturo el vecino, el esposo de su comadre Magola, quien está barriendo con un rastrillo las hojas secas de “José”, del palito e’ mango de su propia casa y del palo de Ángela, el más viejo de la cuadra y el de los mangos más apetecidos. Rafaela la vieja de la otra acera mira el baile con ojos maliciosos, como si no supiera que Arturo, Magola y Juana son amigos desde niños, y que Arturo nunca podría mirar con ojos pasionales a Juana. En esas Magola aparece, suelta una risa burlona al ver el ‘tumbao’ de su marido e invita a Juana a su casa, la lleva hasta el patio de arena donde dos enormes árboles brindan una fresca sombra. En el ambiente, un olor conocido acompañado de un fuerte fogaje. En el medio del amplio recinto, la olla de la mamá de Arturo; la famosa olla: “La olla”. Se la regalaron a la mamá de Arturo cuando se casó, y desde allí ha acompañado los sancochos de 13 bautizos, 7 quinceañeros, 58 años nuevos y navidades, 9 matrimonios, y un incontable número de cumpleaños. La olla es ya patrimonio de la cuadra, incluso a veces llegan vecinos de barrios más alejados a pedir prestada la olla para las reuniones familiares. De esa olla ha comido, literalmente, todo el pueblo. Sobre brasas ardientes Magola prepara dulce de mango, dulce del que todavía quedarán restos dentro de un par de meses, porque si algo tiene la olla es  que cocina como para un batallón y sale comida incluso cuando uno creería que ya se ha terminado. “Cómo te parece que todavía queda dulce” dirá Magola tres meses después.

Mientras Juana y Magola revuelven con paciencia el dulce, aparece Arturo con un saco lleno de mangos que recogió del patio de Indira, su madrina, manguito chancleta bien maduro, casi putrefacto, pero comestible aún. “Anda! Qué poco ‘e mango” exclama Juana. “Si ya estaban comenzando a oler” responde Arturo. “Lástima que no me guste el mango así de maduro” dice Juana. Magola la respalda con un gesto. “Sí, en este punto está bueno es pa’l loro” continúa Arturo. Y es que si alguien tuviese el gusto por el mango bien maduro, y desayunara mango, y almorzara y cenara con juguito e’ mango, no podría de todos modos comerlos todos, porque si una cosa tiene el mango es que cuando cae, cae todito. Eso se sabe acá en el pueblo, y se aprende a muy temprana edad, cuando los pequeños desesperados por comerse un manguito verde con sal, arrancan los primeros frutos del árbol y “pasman el palo”. Después de un buen regaño, al año siguiente los pequeños no cometen el mismo error y esperan que el árbol avise cuando es el momento de cosechar. Arturo pone una buena cantidad de mangos dentro del corralito de los morrocoyos, y otra buena cantidad a los tres loros. Al perro no, porque no le gusta.

Lucho sabe que está llegando al pueblo por el olor que emana de él por estos días. Olor a mango picho. El que se pudre más rápido es el de hilaza, y produce un olor que cualquiera del pueblo reconocería a leguas. Caminar por el pueblo en temporada de mango es ir recogiendo del suelo los mangos que todavía están buenos, comerse uno que otro, aceptar la bolsita llena que la vecina regala para deshacerse de tanto mango, y sentir una inevitable tristeza al pasar por el solar de Jorge, donde el mango se pierde. “No hay quien se coma todos estos mangos” piensa Lucho y sigue su camino. “Las seis de la tarde en emisora Atlántico” escucha al llegar a casa, cansado va directo al oxidado refrigerador, lo abre y se sirve juguito de mango bien frío. Inspecciona la casa en busca de su  mujer. En su patio, el zumbido de los moscos lo sorprende, al parecer se le están pudriendo los mangos y está llamando mosco. Pero ya es tarde para recoger las frutas putrefactas, planea despertarse mañana temprano y hacerlo antes de irse al trabajo. Deja el vaso vacío en el lavaplatos y sale de la casa, sabe que su mujer debe estar donde la comadre. Entra tranquilo, la casa de al lado también es su casa, se dirige directamente al patio, allí encuentra a Juana, a Magola y a Arturo vigilando el dulce.

“Que no quepan dudas, llegó Mayo, el mes de la M” Dice Lucho a modo de saludo.
“De la Madre?” pregunta Juana y le da un beso cariñoso en la mejilla.
“No… ¡del Mango y del Mosco!”, le responde su marido.