Más verdadero que lo verdadero: el simulacro

Por: Xëh Reyes


El cine es como la vida pero sin las partes aburridas, dijo alguno, alguna vez. El cine aún contiene la ilusión y la fantasía que el mundo real ya ha dejado atrás, para dar paso a un mundo obsceno, un mundo donde no hay ya nada que descubrir. Sólo basta caminar un viernes por la noche por la calle más transitada de la propia ciudad para darse cuenta de que en las miradas de la gente sólo hay un gran vacío, un vacío proveniente de un humano al que le han sido arrebatados sus sueños e ilusiones, la magia y la esperanza. Han sido reemplezados ahora por asuntos meramente materiales que jamás llegarán a suplir ese gran agujero que deja la falta de creatividad. Creatividad para soñar con otras dimensiones espaciales o temporales. Fantasía para creer que cada simple objeto que vemos puede ser una y mil cosas a la vez. Ilusión para llenar una vida fatalmente aburrida. Basta con observar sus ojos maravillados con los diamantes y las joyas, los zapatos o los autos, aquel buen culo que se aleja, o el último celular del mercado, para saber que todo esta allí, al alcance de todos, a tal proximidad de nuestras vidas, que no hay un minúsculo espacio para la especulación y el deseo. La vida es tan real en estos últimos tiempos, que los nuevos inventores gastan su tiempo en descubrir como recrearla. La vida real es hoy el último recoveco donde queremos estar, preferimos flotar en el cyberespacio, en los videojuegos, en la virtualidad, en el simulacro. Lo interesante del caso, es que el simulacro, es aún mas verdadero. La realidad se desdibuja con cada segundo que pasa. El simulacro esta ahí, ha sido creado, es real.

En la vida real el secreto ha sido erradicado, la seducción se reduce a un salón de strip tease, y el sexo a la necesidad del porno. Es una película dañada por el exceso de luz. Luz cegadora. Lumière. Hace ya mas de un siglo dos hermanos empezaron a jugar con la luz y la imagen en movimiento, su fantasía devoradora les llevaba a recrear la vida, dando vida al invento que revolucionaría la forma de vernos a nosotros mismos. Ya el teatro había cobrado un largo camino, pero el cine, dio a la humanidad un espectro de miles de cientos de posibilidades para presentarnos ante nosotros. Jugar a ser otro. Jugar a vivir una mejor vida, llena de aventuras, bellezas, diversiones, llantos y nostalgias, alegrias y heroes. Correr los riesgos que nadie se atreve a vivir, sufrir sabiendo que sólo es una película, y que después de unos minutos volveremos a la vida segura, la vida aburrida, la vida de siempre. El cine que es aquello que no podremos ser, el simulacro máximo de la vida humana, es sin duda, una ventana a esa fantasía que hemos perdido, supongo incluso que por eso mismo muchos se quejan del destino mortal del arte, puesto que entre más avanza el tiempo, menos ilusión 
hay, y entre menos ilusión, menos arte. O menos arte de calidad, ese que nos despierta aquel último sentido que la sociedad actual pretende destruir; la seducción.

Viviendo en un realidad tan vacía, justo en esta época de la historia de la humanidad, donde cada humano ha dejado de serlo para ser una pieza de un juego absurdo y sin sentido, donde el humano debe cargar siempre puesta una máscara, un personaje, para poder ser alguien. Tomarse un rol de vida, ser en él mismo una mentira. Yo me quedo con el cine. Vivir en el simulacro que al menos es real, que nos brinda emociones reales, y está lleno de héroes reales, no como las falsedades de la “realidad”. Nos permite vivir la ilusión, entrar en juegos de fantasía, alejarnos de la obcenidad, para descubrirnos como seres curiosos, llenos de secretos, de vida.

Literatura en imágenes

Por: Adriana Carrillo Silva


El beso de la mujer araña, 1976
Novela



Manuel Puig, escritor argentino, nacido en 1932, homosexual, exiliado por la dictadura de su país poco antes de 1976, empezó a escribir El beso de la mujer araña estando en Buenos Aires; viéndolo todo: desapariciones y muertes, hasta que la prudencia lo lanzó fuera para no volver. Y no volvió, ni siquiera con la democracia, por una cuestión de dignidad, para decirlo desde sus pies. “Con Alfonsín la censura no existe más, pero no se escribió una sola línea para un libro que ha suscitado tantas reacciones, positivas y negativas en tantos países del mundo.”, dijo Puig a la revista Crisis en 1986.

De no ser porque el libro tiene la fuerza y la fluidez hilvanada o, tendría que decir, montada como imágenes para ser vistas en la cabeza, hubiera expuesto acá un breve análisis de la película de Héctor Babenco, The kiss of the Spider woman (1985). En la película hay picos altos, fuertes; una buena reconstrucción de la historia; un conjunto de elementos que hacen, en su totalidad, a un buen film. En el libro hay dos personajes que puedes tocar, con los que puedes convivir, por eso mismo que Puig encuentra más propio de la literatura que del cine: la realidad. Son dos personajes. Sólo ellos en una extendida conversación que devela lo que son, cada uno un universo, con definidos roles en la vida social: uno homosexual, otro activista político; ambos presos en  medio de la dictadura.

Desde el inicio se escuchan voces, y entonces se siente como si se entrara en una habitación donde están ambos, Molina (o Molinita, como le terminó diciendo Valentín) y Arregui. Y paralelo a ellos los muchos otros personajes contados por Molina, historias fantasiosas como el cine que amaba Puig, alegórico o romántico, donde hubiera siempre una heroína con quien sentirse identificado, porque Molina era la estrella, la amante, la amada, la protagonista de cada historia.

Teniendo el libro en la cabeza al ver la película esperé, por supuesto, escenas puntuales, si no por morbo, por una profunda curiosidad. Ya había sido tamaña impresión la que me había llevado leyendo, hasta el punto de tener que desviar la vista de las letras, y ahora verlo traducido al lenguaje cinematográfico, representaba todo un lujo. Un segundo antes de llegar a ellas me di cuenta de que el lujo estaba en la imagen que te da la cabeza y aunque no lo haya visto muy claro, hasta parece que yo lo hubiera imaginado mejor enfocado. Pero esas escenas de las que hablo, que no hay siquiera que mencionarlas, están puestas en el film con más decoro que en la volátil imaginación y no por eso menos ingeniosas, aunque una de ellas (cuando se apaga la vela y todo sucede en la oscuridad) es, más bien, un tanto cliché.

Cuando vas a la mitad del libro, encantado con estos dos personajes, y piensas que la historia está ahí, entre los dos, y aún así se está como un lector fiel y satisfecho, aparece la relación con el exterior inmediato. En esa cárcel hay gente interesada en información y nuevas pescas, por lo que empieza a aparecer la posibilidad de una traición. Entonces las conversaciones no vuelven a ser iguales. Hay algo más, y el lector lo sabe, pero hay duda todavía. Todo se convierte en una tensión que hala por ambos lados, de esas que te hace cambiar de posición, o reír de complicidad, volver al propio mundo y darte cuenta de que la gente te mira a ti curiosa, y salen como unas ganas de ir a contarle todo con detalles. Las delicias de una historia bien contada.

Pero Babenco usó otras maneras para desarrollar la historia; otros colores para cada personaje, que más tarde Puig reconocería diferentísimos a como los imaginó para su historia. Rescataría que Babenco logró comunicar su mensaje, aunque por otras vías. Molina ya no era el hombre entusiasta y melancólico, pues acá lo veríamos triste, desproporcionado físicamente y demasiado joven. A Valentín lo veríamos falto de soltura, hasta en la lengua: no sale de su boca ese giro cariñoso hacia “Molinita”, hay un acercamiento más forzado, e incluso, poco transparente.

Sentarse a leer un libro de Puig es correr el riesgo de que te cuenten, no una buena historia, sino una historia mucho más que fabulosa, con formas y recursos cada uno mejor pensado que el otro. Puig escucha voces y las pone a hablar. Su literatura es como aquellas historias clásicas puestas en el contexto turbulento de las realidades latinoamericanas.

Algunas lineas para descubrir

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1.539 palabras encriptadas en una existencia atemporal

Por: Héctor Saavedra


Los rayos crepusculares fulminan todo lo que sobre sombras se encuentre en una sala de partos tapizada con baldosines verdes. Reflectores de haces de luz que apuntan sus miradas a la zona pélvica de una mujer llena de ímpetu en sus vísceras. Una sola mujer, una sola, con tanta preponderancia en su cuerpo todavía marcado por las consecuencias de anteriores episodios similares en el hospital. El reloj circular da las 10:15 a.m. Con un grito atrapado en la garganta, deja que aquella sofisticada luminaria revele la pequeña figurita que cubierta de fluidos naturales emerge de sus entrañas con cierta renuencia, en medio de una sucesión de llantos marcados en la tráquea y rugidos disonantes. ¡Es un varón! (deferencias raídas).


Pero… qué diablos, él ni siquiera no recuerda cuándo nació. ¿Un desfase de casi cuatro décadas? O quizás fue un día cualquiera en la memoria perdida de las masas, el epitafio de una vida indiferente que aparece con alguna cuenta regresiva incrustada en la frente, o de pronto el exordio en un lugar accidentado de ese balanceo errante a través de la tala indiscriminada de etapas, en donde los primeros años de existencia se esfumaban casi sin dificultad aparente en el núcleo tradicional de un medio estrato, sitiado de costumbrismos baratos y en donde la vida se encriptaba en una ingenua inocencia que flotaba como nube letárgica en el aire caliente de la ciudad. Celebraciones por lo alto en los clubes. Visitas a los familiares. Estudiar suele ser divertido. Figurillas de acción armables. Ser irresponsablemente espontáneo es aceptado.  Tan sólo el preludio necesario de algo que años más tarde despreciaría con todas sus fuerzas. Entonces tendría que dejar atrás las cosas que a los doce años lo hacían feliz, tendría que dejar todas esas cosas a un lado, aquellas cosas para las que siempre existía una bodega polvorienta al final del pasillo. 


Pronto eso que había pretendido evitar —«los viejos mitos recurrentes»— despertó en él para darle un último paseo por las calles áridas de esta burbuja. La metamorfosis. La soledad que se podía contar con las horas, pubertad, libros gráficos de educación sexual, un sexo amenazante en la caldera. Solían decir entonces que habían llegado las eras de una rebeldía justificada por los medios masivos, que lo normal era verse anormal, que era otra de esas etapas inconclusas; y las más estúpidas conclusiones de los supuestos expertos de la mente con sus doctorados enmarcados, colgantes en un muro que necesitaba ser rellenado. Puro vómito de la llamada «actitud generacional». La mutación y esos inoportunos giros que sucesivamente solían escupirle en la cara mientras debía aceptar con resignación que las viejas épocas, de una infancia en la que sólo era necesario dejarse llevar, ya no volverían nunca más. Días que eran los lapsos de un profundo odio en contra de esas gentilezas divinas pertenecientes a otros semejantes, lapsos en los que solo pedía por salir de aquella prisión de inocentes o desmantelar los trágicos nexos que aún le mantenían infeliz. Él finge estar agradecido denotando cierta obediencia con una prótesis en forma de sonrisa. Sus pasos están ya destinados a suceder el de los arquetipos desechables, y sin embargo sabe que no es como los demás, en el interior de su alma reside una entidad innegable, una atracción inexplicable que solo habita en los que al parecer están inmersos en una especie de vacío configurado para especímenes extraviados, ejemplares como él y como yo.  


Ahora ya han pasado cuatro años de inadvertida supervivencia, desde que su transformación inició: sus ojos ya no se muestran ingenuos, ahora son algo paranoicos, ya no esperan nada, ahora escudriñan con obsesión las palabras que llegan a sus oídos. Ahora logran ver algo que inteligentemente se esconde debajo de la superficie. El llamado del «underground»  se hace evidente en él. Esta ahí sentado en el mismo muro de piedras, el mismo en el que ve pasar oleadas tras oleadas de la misma sustancia indiferente que se pasea sórdida entre los bajos de sus automóviles blindados de vidrios polarizados y los litros de un alcohol «inhibidor», en los que encuentran un sentido o al menos creen encontrarlo. Ya no cree en la religión ni en la identidad, mucho menos en las que las ya acostumbradas charlas de las primeras horas del jueves sobre el sendero del bien y las líneas que lo probaban. Le resultaban inútiles porque dejaban más dudas que respuestas. Parecía entonces uno de esos subversivos apoyados sobre las paredes de un cubo amplio, de un sistema consumista, sediento de nuevas victimas: cerebros fáciles que caían cada vez más rápido. Jornadas en las que solo vivía por esas cosas sublimes: los sonidos de una guitarra anglosajona o de un tumbao centroamericano los miércoles al mediodía; las voces que le hablaban de un fulano de tal del siglo XX; las imágenes incoherentes proyectadas sobre artilugios tecnológicos como fotogramas; y, sin más, los comentarios «ácidos» en sus propias cuevas sobre aquellos que a menudo vendían  su conciencia saturada de locas noches por los bares de la desvergonzada sociedad adoradora del sol, constante en la miseria y los prejuicios desde períodos remotos. Al tiempo que aparecían a su alrededor los rostros «sensatos», cargados de escepticismo por una conducta que no encontraban en otros de la misma especie, que le sentenciaban de estar enfermo de alguna clase de síndrome de rarezas. Eran los rostros ‹‹sensatos›› con sus discursos monocromáticos que confinaban las diferencias visibles, que cuartaban las preferencias y que reprimían los deseos reprimidos en la celda de los pensadores alineados. Pero él, no era más que uno de esos pequeños errores que vagabundeaban en una inmensidad aplastante, una consecuencia de una continuación que viene de tiempos, textos, iconografías, resonancias protestantes de décadas pasadas: él no era de esos ni de aquellos: se trataba simplemente de una criatura bizarra llena eyaculaciones mentales y actuaciones hormonales en un mundo igual de bizarro.


Ahora pasa un tiempo y despierta un día pero todo le parece diferente. Las columnas irritantes del albor se asoman vaporosas, se apostan sobre su ventana eclipsada como un millar de navajas que al parecer lo atraviesan sin clemencia, acuchillando cada uno de los poros de su rostro aceitoso. Sus ojos agrietados se abren. ¿Qué hora es? ¿Qué día es hoy? ¿Martes o quizás jueves? Ya han pasado 365 días desde la última vez que pensó eso mismo. Han pasado sin dejar cicatrices frívolas, a pesar de haber recibido una marca que lo acreditaba como uno más de esos con fotos en las que se acostumbra a posar con un trozo de cartón resistente. La cita de una formalidad que no necesita ser detallada ni recordada. No obstante él posa sus pies sobre los frescos suelos embaldosados de su habitación mientras piensa que muchas cosas habían muerto con ese día de marzo. Ya no se convertiría en uno de esos patéticos productos de exportación del cubículo que engrosan los listados de nómina; sabía que no sería condenado de nuevo por las ambiciones de un mundo uniforme que madruga a las 6 de la mañana; sabía que no absorbería la misma basura de las líneas de una comunicación muy social; sabía que ya no codificaría el tiempo y el espacio que aún le quedaban en una aburrida secuencia de acciones monogámicas que causaban repugnancia de tanto haberlas hecho. Piensa que tal vez fue la inconformidad, la que hizo que esas máximas expresiones de una línea que se desdibuja entre la genialidad y la locura lo magnetizaran hacia los polos opuestos de esta mierda con forma de sociedad. 


Una nueva subsistencia, una constante huida hacia las composiciones anímicas del taller, hacia las transgresiones pictóricas plasmadas sobre los lienzos desnudos, hacia los sonidos de un violonchelo triste o las interminables páginas de un fallecido; las amantes silenciosas en espacios fríos o las formas puras para contar leyendas, las que aún permanecen incomprendidas mientras ni siquiera notamos que cada vez más nos perdemos entre los prefabricados y los archivos censales. 


Es la mañana del 7 de Marzo. Él se pone en pie y se dirige a comenzar un nuevo capítulo, cuando casi al instante recuerdo que alguna vez algún entrañable anónimo dijo «the ignorance will never die» en un auditorio en el que nadie escuchó nada. Entonces yo lo miro aliviado, en medio de sonidos de vibraciones sesenteras que extrañamente me llegan a la cabeza a forma de soundtrack, porque esa mirada neurótica que conozco muy bien me habla y me dice con tono aislado que no importa cuántos habría de cumplir ni tampoco las exigencias orgánicas de un año menos de descomposición: si él existía en esta tierra de segmentos inconclusos, siempre habría algo por buscar: un proyecto de película a realizar con Matías, un libro editorial Anagrama o los segundos de una tonada virtuosa escrita para desenchufarse. Y en esa búsqueda algo que siempre estaría: la diagramación de los textos casuales, los sistemas de color, estaría el rock, estaría «Never enough de Dream Theather», estaría la cita de algún día en el Blue Note, los agujeros negros supermasivos, estaría «Vampiro» de Munch, y la pelirroja invisible… Estarían los viejos amigos… los viejos amigos… los de la lejanía, los de la última fila…

Las infinitas posibilidades de la música

Por: Adriana Carrillo

Dice el dicho “dime con quién andas y te diré quién eres”. Así mismo lo pienso en relación a la música y los libros. Somos lo que oímos y lo que leemos. Y eso nos permite también, crear vínculos o separarnos de la gente. Tengo problemas siempre cuando invito tanto a amigos como familiares a mi cumpleaños. Para mi familia, yo escucho música “muy intelectual” que, naturalmente, comparto con mis amigos, y que los demás reciben con desaprobación y hermetismo. Actitud que, de seguro, tengo yo también ante lo que ellos escuchan. Tendría razones con las cuales argumentar por qué me parece que una cosa es mejor que otra, pero ahora pienso que no soy quién para hacer algo tal. Y todo por la única razón de que no podría juzgar la experiencia: íntima, personal, que alguien puede llegar a tener con lo que escucha. 


No importa qué música te guste, siempre existirá un escenario donde eso que despierta en ti las más fuertes emociones no valga nada. Es a la vez tragedia y grandeza ver la hermosura, por ejemplo, de las interpretaciones de Bill Evans (que estaría cumpliendo años hoy 16 de Agosto) y que no puedas explicarlo casi a nadie. Pero, sin demeritarlo, veo que nadie podría explicarme a mí el acto de escuchar música para no pensar en nada. Música para no pensar. Será algo que jamás entenderé, pero mi disposición está volcada al absoluto respeto de esta práctica, con tal de ser respetada en mi actitud contemplativa, que algunos, y lo sé con certeza, observan con lástima. 


Mi papá me dice a veces, a modo de reclamo, que no le ve gracia a lo que escucho (sólo algunas veces; otras, por ejemplo, se deja explicar la importancia de Kind of blue en la historia del jazz). Lo cómico es que cuando habla de mí a otros les dice, como una de las referencias: “a mi hija le gusta mucho el jazz”. Supongo que para cualquier persona “escuchar jazz”, otorga cierto estatus intelectual. Yo no le veo diferencia a la devoción con la que alguien puede escuchar a John Coltrane y otro a Diomedes Díaz. Son universos muy distintos, pero intensidades semejantes. De hecho, una misma persona podría escuchar ambas cosas con la misma entrega. 


Si hay un estatus que, para mí, supere cualquier nivel de lo que sea es el de respeto. La elevada postura de la tolerancia. Y la apertura, que no se trata de ninguna capacidad camaleónica, pero sí de disposición. Es eso lo que admiro y busco. No me cabe duda, además, que existen esos puntos de convergencia en los que al voltear estamos todos moviendo los labios en dirección a las mismas líricas, pues si de algo estoy convencida es de que la música todo lo puede. Como por ejemplo, juntar blancos y negros en torno a los mismos ideales en pleno auge de la segregación. Así como en este video de Paul Simon cantando en contra del Apartheid que, por cierto, descubrí esta tarde en un hermoso almuerzo familiar. 

Una mejor vida: La música.

Por: Xëh Reyes

Hay quienes saben sobreponer algunas bellas palabras sobre una melodía. Existen algunas personas en este mundo que nacieron con el don de escribir poesía, escribir música. No puedo evitar conmoverme, al sentir alguna canción, una de esas que logran desunir en mí cada uno de mis átomos, llevándome al éxtasis, a flotar. Salir del mundo que conocemos, cerrar los ojos y dejarse caer en un lento espiral de ensueño, meditar sintiendo cada vibración que duerme las puntas de los dedos. Una voz aterciopelada que acaricia mi rostro, besa mis labios con suave ternura, descansa cada músculo del cuerpo, y desvanece cada pesar, cada pensamiento, cada asunto humano. 


Mundos imaginarios
están flotando en el aire
pasan por nuestros cuerpos
ecos de mil radares
cuando te afectan
nadie lo sabe 
G.C


¿Será Dios? Es difícil no preguntarme cuando me he dejado llevar por la corriente de este inmenso y calmo mar de sensaciones en el que me he sumergido. ¿Será Dios? Vuelvo a preguntarme, sin no haberme antes reconocido como la primera incrédula. Está bien que la evolución nos haya hecho tal cual nos vemos en un espejo, que la física, la matemática y la química me expliquen cada suceso de la realidad. Pero, ¿y la música? ¿Qué hace que la música rompa con las barreras del tiempo?, ¿Que sea tan antigua y tan actual a la vez?, ¿Qué hace que sea tan liviana pero tan trascendente; tan irracional pero tan humana? Desde un comienzo, desde la música más tribal, quisiera entender qué hizo que el hombre se haya visto obligado a producir sonidos, a comunicar sus estados de ánimo a través de ritmos, melodías y armonías. Sin duda, existe una correlación entre el nacimiento del primer sentimiento y la demostración del mismo. Ahora, ¿cuál sería el primer sentimiento del hombre, y a qué se debe? Esto es otro misterio. El eslabón perdido, le llaman a ese enigma, a ese momento justo en el que el hombre dejó de ser animal para convertirse en una especie superior. Habrá razones estructurales del cerebro, claro, pero la chispa que desencadenó la catarata de sentimientos que a lo largo de nuestras vidas experimentamos, es algo que está mucho más allá de cualquier cosa que pueda especular. Y me vuelve la pregunta: ¿será Dios? 


Y como el fuego reflejado en el agua
dibujaba partículas de dios
El fin de amar
(es) sentirse más vivo
G.C


Sé de un ser musical -de un genio de la seducción, de las palabras y de la transportación- que duerme profundo, en un mundo de tales nociones musicales que nosotros no alcanzamos a escuchar. Él está envuelto en esas miles de melodías y sensaciones que no alcanzó nunca a darnos, porque él está ahora en un estado superior al nuestro. Permanece en un espacio en el que flota lenta y constantemente al ritmo de esos secretos que sólo la música conoce. Y repito, la música es el misterio más secreto que se guarda la creación para sí.  O para el día de nuestras muertes. Quien ha amado la música, y se ha perdido en los laberintos de cada nota colocada por en su lugar por el supremo, ha conocido el rostro de Dios. ¿Cómo más podemos explicarnos que aún hoy tratamos con esfuerzo descifrar a Bach?, ¿cómo es posible que cada nota esté tan exactamente colocada para decir tanto en tan poco espacio? ¿Espacio? ¿Dónde está la música? ¿Dónde vibra? La física cuántica, tan mágica, nos habla de diminutas cuerdas de violín que atraviesan el universo y que vibran con cada tonada. Nos dice también que la música penetra cada célula de nuestros cuerpos y hace vibrar las moléculas de agua, dándole una forma particular y maravillosa a cada una. 


Este hombre introdujo y cerró todas mis noches de amor, los primeros besos, las primeras caricias, miles de lunas contemplé con melancolía guiada por su voz. Cuántas noches lejos de casa le escuché, haciendo de cada lugar mi propia casa. 


Gustavo Adrián Cerati, ¿en qué clase de sueño podrá estar sumergido hoy? Creo que aquí nos dejó una pista:


Puedo equivocarme
tengo todo por delante
Nunca me sentí tan bien
Viajo sin moverme (de aquí)
Chicos del espacio
Están jugando en mi jardín
Medirán el azar con el viento
Fuerza natural
(…y me eché a la suerte…)

¿Quién lee?

Por: Adriana Carrillo


A algunos nos pasa que escribimos lo que vemos, lo que pensamos, lo que creemos interesante. Nos pasamos la vida buscando las palabras justas para decirlo. Las más precisas, las más sonoras, las más fieles a la imagen mental de una idea. El oficio se convierte en una delicada cirugía en donde se pretende poner todo el mundo en letras. Como hizo aquel personaje del poeta de Borges en su cuento “Parábola del palacio” (El Hacedor, 1960), que colocó cada detalle del palacio en un solo verso, hasta el punto de ser acusado por el rey de habérselo arrebatado.


El escritor pone sus ideas en manos de la imaginación de un hipotético lector y depende de ella para hacerse real, para que sus espacios sean recreados y sus ideas entendidas y, a veces, comprendidas o refutadas. Pero se escribe en soledad. Las frases se hacen en total intimidad. No es un arte vistoso en su realización, como la pintura, o el cine, incluso, ver a un músico hacer dibujitos que suenan tiene más gracia que ver a un escritor poniendo palabras en un papel, y que a veces mira lejos varios minutos, varios minutos, muchos minutos y vuelve a la hoja o la pantalla con los ojos fijos: nada más aburrido.


Y el náufrago que es el escritor entrega lo que hace, y luego sale a la calle y camina, y hace cualquier cantidad de cosas convencionales. Se queda en lo íntimo, en lo que surgió en la cabeza y le movió los dedos. No hay ecos. Entonces, un día, ese escritor piensa que no tiene sentido lo que hace. La gente, además, dice con orgullo que no lee. ¿Para qué leer? Es tan aburrido como ver escribir. Los periódicos y las revistas, que viven de las lecturas, optan por publicar textos cortos, porque la gente no lee. Y a ese escritor le pasa exactamente igual. Pero otro día, descubre que alguien disfrutó aquella lectura y que pensó en tres cosas más, y que hizo suyas aquellas palabras. El escritor sigue escribiendo y le basta un lector que lee sus historias o reflexiones para no sentirse aún más solo, ese solamente, al que de seguro no conoce. Después se da cuenta de que, aún sin lectores, importa más que haya ideas, finalmente, es eso lo que basta para no ser una especie en vía de extinción. 

Frente a lo posmoderno, el preantiguo. Escribir.


Por: Sandro Bozzolo

Descubres que escribir es lindo, es importante. Escribir, pero escribir con tinta sobre papel, con lápiz sobre pantalla, con letras antiguas y preantiguas, y vivas sobre hologramas electrónicos que nos hablan de modernidad y posmodernidad.

Escribir entre brisas y perros, escribir entre la sombra del pelo reflejada por la luz caliente de la noche sobre el papel; una imagen perfecta y peligrosamente irreal, un dibujo que se mueve allá donde la palabra se queda. Escribir como drogarse, consecuencia del aburrimiento y de la necesidad, de las ganas de irse por un momento de este mundo lleno de significados vacíos, viajar ligeros entre pensamientos que mañana no tendrán ni un sentido, ni un ayer; que hoy, sin embargo, llenan de color todo el universo. 

Escribir para observarse en un espejo el ojo melancólico y la mirada juvenil, los primeros cabellos blancos sobre palabras que todavía no existen en el léxico de los viejos. Y escribir para maldecir, para ilusionarse sobre una batalla perdida desde el comienzo, para sacar a pasear al monstruo que habita nuestro interior. 

Escribir porque quien escribe no puede ser malo, escribir porque quien escribe no quiere ser bueno, pero tampoco superficial mentiroso o insensible, quien escribe es un egocéntrico demasiado aburrido para hablarse a sí solo. Escribir, no obstante, el movimiento enloquecido del tiempo real, para buscar en la lentitud, la respuesta y las defensas. Escribir con el sueño de parar así, 
el tiempo.

Escribir porque así hacían los griegos, los romanos, los egipcios, porque a través de la palabra el hombre supo transmitirse a sí mismo a lo largo de los siglos, y si nunca se encontró la piedra que transforma la naturaleza en oro, hoy se pueden ver piedras que hablan, y ya es algo. 

Escibir para jugar y pasarla bien, escribir para llorar y sufrir, para transformar la realidad en una metáfora y la historia en una ligera novela. Escribir para acercarse al Hombre alejándose de Dios, escribir para escribir y escribir para después tener algo que leer.

Barranquilla, ¿ciudad moderna?

Por: Adriana Carrillo


Un mexicano le pregunta a otro: “oye cuate, ¿tú eres moderno, o pos moderno?” y el otro le responde: ¡pos-moderno!

Chiste popular



Cuando estaba empezando la carrera de Comunicación social, me encontré con un profesor de Historia moderna, exiliado chileno, que después de hablar todo un semestre sobre modernidad, nos dijo que no creía que la posmodernidad existiera. La afirmación me pareció cerrada y absolutista y resolví, en aquel entonces, que el hombre estaba en un error, producto de su arrogancia, por lo demás. El semestre siguiente tuve otro profesor que hablaba de la posmodernidad, del sujeto senti-pensante y la tendencia actual de la gente a preocuparse, exclusivamente, por el presente. Leí algunas cosas y el tema llegó a apasionarme, como buena estudiante entusiasta, abierta y hambrienta del debate de ideas.


En un pasillo, volví a ver a aquel profesor modernista, sarcástico a morir con sus alumnos menos aventajados, que aún me recordaba; cabe decirlo, en buenos términos. Aproveché el breve encuentro para refutarlo y argumentarle aquella teoría. Me escuchó y me sonreía con aquel aire de haber escuchado esas cosas miles de veces. Cuando encontró espacio, me dijo: “pero si esas cosas ya las ha dicho la modernidad. Acuérdese de la lectura de la primera clase, la Tercera meditación de Descartes…”. Volví a contra-argumentar, llena de certezas y ahínco. A lo que él respondió con una risotada y una invitación a discutirlo con más tiempo y libros de por medio.


Nunca cumplimos aquella cita y el tema, para mí, quedó flotando. Lo único que dejó fue duda. Nada nuevo para quien filosofa. Con el tiempo, fui encontrando respuestas, que me hacían recordarme a mí misma como una adolescente enérgica y apasionada. 


Cuento esto, no para dar una respuesta al tema. Ni para decir si existe o no la posmodernidad, ni para decir si una es mejor que otra. Al fin y al cabo en la filosofía cada quien cree lo que quiere creer y por lo tanto, son siempre discusiones infinitas (que como en el monopolio: uno juega hasta que se aburre). Yo creo en la razón ¿soy modernista?; Apoyo la diversidad ¿soy posmoderna? 


Tener claros los conceptos es una tarea de largo aliento. Sólo unos pocos están dispuestos a buscar claridades sobre el tema, y yo lo aplaudo. Pero hay que tener en cuenta que así como existe una teoría, hay un millón detrás. Sólo diré que pensar esas cosas en esta ciudad es una paradoja interesante. Ya quisiera yo que Barranquilla, una ciudad llena de transacciones medievales, fuese moderna. Yo, por lo menos, no creo que lo sea. Me cuidaría de asociar lo primitivo con lo moderno y, entre otras cosas, de decir que estamos en “una de las ciudades más modernas del mundo”. Sólo espero que las confesiones no terminen en confusiones. Como dice un gran amigo boricua: “Ya tú sabe’”.

Confesiones de fin de era

Por: Xëh Reyes



Que nos manejan la vida, dicen los de la teoría de la conspiración. Que ya no hay valores, dicen los tradicionalistas. Que el arte muere, dicen los románticos. Que ya no se puede creer en la política, dicen los jóvenes.  Y así, podríamos seguir con una lista interminable de quejas y reproches, sobre lo que se ha convertido este final de era. Para los que llegaron tarde, les cuento que estamos en final de era. La llamada Postmodernidad, empieza a vislumbrarse aún bastante lejana, y la era moderna en la cual nadamos actualmente, nos está llevando a lo más profundo de sus aguas. Necesita, antes de irse, llevarnos a sus extremos, a sus oscuridades, a lo que hay en el fondo, a nuestro propio exterminio.


El Narrador de este blog, ha ido recopilando cada una de nuestras historias en una sola. Y al leer su cuentecillo es fácil notar cómo nos quejamos, renegamos y repensamos una y otra vez, los tiempos que estamos viviendo. Desde Baudelaire y “Las Flores del mal”, pasando por Chaplin y sus “Tiempos modernos”, hasta “El fin de la modernidad” de Gianni Vattimo, algunos humanos que piensan en demasía le han dedicado gran parte de su tiempo, a un tiempo que se le acaba el tiempo: la modernidad. Nuestros amigos colaboradores del blog, y ustedes, posibles lectores, estamos aquí por un mismo motivo, entender hacia dónde vamos caminando. Algunos filósofos nos han ayudado a vislumbrar el siguiente paso: la bien conocida postmodernidad que aún está muy lejos de nuestras cabezas.


Mudar de era representa mudarse de casa, es decir, antes de llamar al camión de la mudanza e irnos al que será nuestro próximo hogar, debemos recoger y limpiar nuestra casa actual. Con esta analogía bastante boba, pretendo decir que antes de pasar a la postmodernidad, debemos acabar por completo con esta modernidad, debemos dejar que la propia modernidad acabe con todos sus valores, aniquile sus propios principios, así señores, los que sobrevivan podrán ser hombres libres. La razón moderna es bastante histórica, está basada en la materialidad, y lo que ella considera real. Sin embargo, este mundo moderno empieza a transformarse en un mundo donde la vida social se sitúa en este espacio virtual, nuestros documentos más preciados se traducen en números y códigos binarios, donde los blackberrys son el eje de la colectividad y donde los videojuegos se han convertido en un agujero a través del cual desdoblamos la realidad que nuestras mentes modernas conocen, no sin antes desaparecer los límites entre lo real y la ficción. 


Esto que conocemos como modernidad, el capitalismo, la pluralidad, la descentralización de las ideas – pero no del poder- , Dios y la historia, ya debieron morir. Pero aquí viene mi hipótesis, esta modernidad en crisis, que ve cómo todos sus ejes se desvanecen: la crisis financiera, el boom de los sacerdotes pederastas, los eslabones perdidos no encontrados, la indiferencia política juvenil, y la extrema pluralización y segmentación de la sociedad; no nos dejará aún, por más que algunos quisiéramos. Basta con observar una sociedad tan primitiva como la barranquillera, una de las sociedades más modernas que existen en el mundo, de esas que aun basan todo su ser en las divisiones socio económicas, la burocracia, el poder y las apariencias; los apellidos, los clubes y la discriminación; los contrastes sociales, el fanatismo religioso y la credulidad en el gobierno, para entender que aún nos falta un largo camino para llegar a la post modernidad. 


Lo que estamos viviendo es el coletazo de esta modernidad, o en otras palabras, la estrategia de la que se vale esta “híper modernidad” para llevarnos a todos nuestros extremos antes de morir. Y yo concuerdo. Debe ser el proceso natural por el que debe atravesar un ser humano -creyente de todo, menos de su propia realidad, que no digiere el significado de su época y de su propia existencia- antes de poder racionalizar la maravilla que nos depara una era postmoderna. 



Para concluir creo que no vale la pena seguirnos quejando de la desaparición de eso que más queremos, ejemplo: el arte. No vale la pena renegar de la sociedad actual, la cual está condenada a exterminarse por sí sola. No vale la pena, tampoco, que sigamos divagando con aires nostálgicos. Sólo nos queda soñar con un pronto fin para esta era, y recibir de brazos abiertos el post que nos espera.   Y digo soñar, claro, porque no estaré viva para verlo, me conformaré con disfrutar el momento que me tocó vivir: la gran ruptura.