Temporada de Mangos


Por: Xeh Reyes

Pintura: Jen Hess.
“Santa Marta, Barranquilla y Cartagena, son tres perlas que brotaron en la arena” La radio suena bajita en la cocina de la casa. Son las cuatro de la tarde, confirma Emisora Atlántico. En la terraza de la casa Juana está sentada sola, mirando lejos, comiéndose un mango biche, de esos que todavía están blancos, con buen limón, sal y pimienta. Es una tarde particularmente sabrosa debajo del palito ‘e mango que sembró el abuelo hace más de tres décadas para mitigar el sol y el calor de estas tierras costeñas. Ella era una niña cuando ayudó al abuelo a sembrar el arbolito, de nombre le puso José. “Mija, a los árboles no se les pone nombre” le dijo papa Egidio, como le decían cariñosamente al abuelo. La pequeña avergonzada de su inocencia no le dijo a nadie que el árbol se llamaba José, sin embargo cada vez que se sienta bajo su sombra, se acuerda claramente de esa escena de su vida. Y ella en su interior cuando ve el árbol lo llama secretamente José.

Suena un mambo de los “Blancos de Maracaibo” Juana se para como un resorte de la mecedora en la terraza de la casa y saca a bailar a Arturo el vecino, el esposo de su comadre Magola, quien está barriendo con un rastrillo las hojas secas de “José”, del palito e’ mango de su propia casa y del palo de Ángela, el más viejo de la cuadra y el de los mangos más apetecidos. Rafaela la vieja de la otra acera mira el baile con ojos maliciosos, como si no supiera que Arturo, Magola y Juana son amigos desde niños, y que Arturo nunca podría mirar con ojos pasionales a Juana. En esas Magola aparece, suelta una risa burlona al ver el ‘tumbao’ de su marido e invita a Juana a su casa, la lleva hasta el patio de arena donde dos enormes árboles brindan una fresca sombra. En el ambiente, un olor conocido acompañado de un fuerte fogaje. En el medio del amplio recinto, la olla de la mamá de Arturo; la famosa olla: “La olla”. Se la regalaron a la mamá de Arturo cuando se casó, y desde allí ha acompañado los sancochos de 13 bautizos, 7 quinceañeros, 58 años nuevos y navidades, 9 matrimonios, y un incontable número de cumpleaños. La olla es ya patrimonio de la cuadra, incluso a veces llegan vecinos de barrios más alejados a pedir prestada la olla para las reuniones familiares. De esa olla ha comido, literalmente, todo el pueblo. Sobre brasas ardientes Magola prepara dulce de mango, dulce del que todavía quedarán restos dentro de un par de meses, porque si algo tiene la olla es  que cocina como para un batallón y sale comida incluso cuando uno creería que ya se ha terminado. “Cómo te parece que todavía queda dulce” dirá Magola tres meses después.

Mientras Juana y Magola revuelven con paciencia el dulce, aparece Arturo con un saco lleno de mangos que recogió del patio de Indira, su madrina, manguito chancleta bien maduro, casi putrefacto, pero comestible aún. “Anda! Qué poco ‘e mango” exclama Juana. “Si ya estaban comenzando a oler” responde Arturo. “Lástima que no me guste el mango así de maduro” dice Juana. Magola la respalda con un gesto. “Sí, en este punto está bueno es pa’l loro” continúa Arturo. Y es que si alguien tuviese el gusto por el mango bien maduro, y desayunara mango, y almorzara y cenara con juguito e’ mango, no podría de todos modos comerlos todos, porque si una cosa tiene el mango es que cuando cae, cae todito. Eso se sabe acá en el pueblo, y se aprende a muy temprana edad, cuando los pequeños desesperados por comerse un manguito verde con sal, arrancan los primeros frutos del árbol y “pasman el palo”. Después de un buen regaño, al año siguiente los pequeños no cometen el mismo error y esperan que el árbol avise cuando es el momento de cosechar. Arturo pone una buena cantidad de mangos dentro del corralito de los morrocoyos, y otra buena cantidad a los tres loros. Al perro no, porque no le gusta.

Lucho sabe que está llegando al pueblo por el olor que emana de él por estos días. Olor a mango picho. El que se pudre más rápido es el de hilaza, y produce un olor que cualquiera del pueblo reconocería a leguas. Caminar por el pueblo en temporada de mango es ir recogiendo del suelo los mangos que todavía están buenos, comerse uno que otro, aceptar la bolsita llena que la vecina regala para deshacerse de tanto mango, y sentir una inevitable tristeza al pasar por el solar de Jorge, donde el mango se pierde. “No hay quien se coma todos estos mangos” piensa Lucho y sigue su camino. “Las seis de la tarde en emisora Atlántico” escucha al llegar a casa, cansado va directo al oxidado refrigerador, lo abre y se sirve juguito de mango bien frío. Inspecciona la casa en busca de su  mujer. En su patio, el zumbido de los moscos lo sorprende, al parecer se le están pudriendo los mangos y está llamando mosco. Pero ya es tarde para recoger las frutas putrefactas, planea despertarse mañana temprano y hacerlo antes de irse al trabajo. Deja el vaso vacío en el lavaplatos y sale de la casa, sabe que su mujer debe estar donde la comadre. Entra tranquilo, la casa de al lado también es su casa, se dirige directamente al patio, allí encuentra a Juana, a Magola y a Arturo vigilando el dulce.

“Que no quepan dudas, llegó Mayo, el mes de la M” Dice Lucho a modo de saludo.
“De la Madre?” pregunta Juana y le da un beso cariñoso en la mejilla.
“No… ¡del Mango y del Mosco!”, le responde su marido. 

La campana del recreo



Por: Sandro Bozzolo

© Marcus Vinicius 
Libertad. Esile struttura precaria, ragnatela costruita sul vuoto, entre parades de carceles formales.


Libertad, palabra musical y quimérica, escondida entre los desechos de los 
demás, pedazos de papeles raptados por el viento. Libertad, mar. Salada sobre la piel, llega la lluvia y todo arrastra, esconde. Libertad, castillo construido sobre los sueños prohibidos. Pedazo tras pedazo, imaginación al estado solido, líquido, gaseoso, libertad como único rumbo, libertad en los huecos de los pantalones, libertad pintada de verde, libertad veinteañera efímera y eterna, libertad suspendida en la brisa y en los cantos de quienes liberan su voz al mundo, libertad de equivocarse y creer que existe alguien que no lo está, libertad para los culpables de haber nacido encerrados en pedazos de carne que ya no quieren llevar puestos, libertad de pintar una noche negra sobre el mundo y conformarse luego con el milagro de la luz, libertad en los doce sonidos y libertad en la literatura, libertad di spalmare la crema dei pensieri che sorgono sospesi tra lingue diverse, per lasciarli volare crescere e morire così come nascono nell’anticamera là dentro. 
Libertad para los pueblos oprimidos y para todos los que un pueblo no lo 
quieren, libertad en las montañas de Tayikistán, en las aguas profundas de 
océanos cerebrales, en el desierto del pensamento abstracto, libertad a las 
cuatro de la tarde de un treinta y uno de agosto impreso en negro en el 
calendario, libertad también para todos los que viven encerrados allá en sus 
afueras, y no importa la contradicción encerrada entre palabras – libertad de 
contradicción. Libertad de rechazar, de apagar todas las cámaras y concentrarse 
en el futuro, libertad de imaginar una cuarta dimensión esperando el bus 
numero 22, libertad de emancipación para todos los que no se conforman, 
libertad de locura y libertad de los curas encerrados entre vínculos 
pasionales, libertad de creer en un dios a forma de abanico y libertad para la 
plata encerrada en los bolsillos de los gordos, libertad para los prejuicios, 
para que se vayan todos a otra galaxia, libertad.
Libertad. Ilusión de un momento, arena sutil entre los dedos. Cierro mis ojos 
y me entrego a tus colores, en este instante que ya no me pertenece, se libera 
de mí.

Más verdadero que lo verdadero: el simulacro

Por: Xëh Reyes


El cine es como la vida pero sin las partes aburridas, dijo alguno, alguna vez. El cine aún contiene la ilusión y la fantasía que el mundo real ya ha dejado atrás, para dar paso a un mundo obsceno, un mundo donde no hay ya nada que descubrir. Sólo basta caminar un viernes por la noche por la calle más transitada de la propia ciudad para darse cuenta de que en las miradas de la gente sólo hay un gran vacío, un vacío proveniente de un humano al que le han sido arrebatados sus sueños e ilusiones, la magia y la esperanza. Han sido reemplezados ahora por asuntos meramente materiales que jamás llegarán a suplir ese gran agujero que deja la falta de creatividad. Creatividad para soñar con otras dimensiones espaciales o temporales. Fantasía para creer que cada simple objeto que vemos puede ser una y mil cosas a la vez. Ilusión para llenar una vida fatalmente aburrida. Basta con observar sus ojos maravillados con los diamantes y las joyas, los zapatos o los autos, aquel buen culo que se aleja, o el último celular del mercado, para saber que todo esta allí, al alcance de todos, a tal proximidad de nuestras vidas, que no hay un minúsculo espacio para la especulación y el deseo. La vida es tan real en estos últimos tiempos, que los nuevos inventores gastan su tiempo en descubrir como recrearla. La vida real es hoy el último recoveco donde queremos estar, preferimos flotar en el cyberespacio, en los videojuegos, en la virtualidad, en el simulacro. Lo interesante del caso, es que el simulacro, es aún mas verdadero. La realidad se desdibuja con cada segundo que pasa. El simulacro esta ahí, ha sido creado, es real.

En la vida real el secreto ha sido erradicado, la seducción se reduce a un salón de strip tease, y el sexo a la necesidad del porno. Es una película dañada por el exceso de luz. Luz cegadora. Lumière. Hace ya mas de un siglo dos hermanos empezaron a jugar con la luz y la imagen en movimiento, su fantasía devoradora les llevaba a recrear la vida, dando vida al invento que revolucionaría la forma de vernos a nosotros mismos. Ya el teatro había cobrado un largo camino, pero el cine, dio a la humanidad un espectro de miles de cientos de posibilidades para presentarnos ante nosotros. Jugar a ser otro. Jugar a vivir una mejor vida, llena de aventuras, bellezas, diversiones, llantos y nostalgias, alegrias y heroes. Correr los riesgos que nadie se atreve a vivir, sufrir sabiendo que sólo es una película, y que después de unos minutos volveremos a la vida segura, la vida aburrida, la vida de siempre. El cine que es aquello que no podremos ser, el simulacro máximo de la vida humana, es sin duda, una ventana a esa fantasía que hemos perdido, supongo incluso que por eso mismo muchos se quejan del destino mortal del arte, puesto que entre más avanza el tiempo, menos ilusión 
hay, y entre menos ilusión, menos arte. O menos arte de calidad, ese que nos despierta aquel último sentido que la sociedad actual pretende destruir; la seducción.

Viviendo en un realidad tan vacía, justo en esta época de la historia de la humanidad, donde cada humano ha dejado de serlo para ser una pieza de un juego absurdo y sin sentido, donde el humano debe cargar siempre puesta una máscara, un personaje, para poder ser alguien. Tomarse un rol de vida, ser en él mismo una mentira. Yo me quedo con el cine. Vivir en el simulacro que al menos es real, que nos brinda emociones reales, y está lleno de héroes reales, no como las falsedades de la “realidad”. Nos permite vivir la ilusión, entrar en juegos de fantasía, alejarnos de la obcenidad, para descubrirnos como seres curiosos, llenos de secretos, de vida.

Literatura en imágenes

Por: Adriana Carrillo Silva


El beso de la mujer araña, 1976
Novela



Manuel Puig, escritor argentino, nacido en 1932, homosexual, exiliado por la dictadura de su país poco antes de 1976, empezó a escribir El beso de la mujer araña estando en Buenos Aires; viéndolo todo: desapariciones y muertes, hasta que la prudencia lo lanzó fuera para no volver. Y no volvió, ni siquiera con la democracia, por una cuestión de dignidad, para decirlo desde sus pies. “Con Alfonsín la censura no existe más, pero no se escribió una sola línea para un libro que ha suscitado tantas reacciones, positivas y negativas en tantos países del mundo.”, dijo Puig a la revista Crisis en 1986.

De no ser porque el libro tiene la fuerza y la fluidez hilvanada o, tendría que decir, montada como imágenes para ser vistas en la cabeza, hubiera expuesto acá un breve análisis de la película de Héctor Babenco, The kiss of the Spider woman (1985). En la película hay picos altos, fuertes; una buena reconstrucción de la historia; un conjunto de elementos que hacen, en su totalidad, a un buen film. En el libro hay dos personajes que puedes tocar, con los que puedes convivir, por eso mismo que Puig encuentra más propio de la literatura que del cine: la realidad. Son dos personajes. Sólo ellos en una extendida conversación que devela lo que son, cada uno un universo, con definidos roles en la vida social: uno homosexual, otro activista político; ambos presos en  medio de la dictadura.

Desde el inicio se escuchan voces, y entonces se siente como si se entrara en una habitación donde están ambos, Molina (o Molinita, como le terminó diciendo Valentín) y Arregui. Y paralelo a ellos los muchos otros personajes contados por Molina, historias fantasiosas como el cine que amaba Puig, alegórico o romántico, donde hubiera siempre una heroína con quien sentirse identificado, porque Molina era la estrella, la amante, la amada, la protagonista de cada historia.

Teniendo el libro en la cabeza al ver la película esperé, por supuesto, escenas puntuales, si no por morbo, por una profunda curiosidad. Ya había sido tamaña impresión la que me había llevado leyendo, hasta el punto de tener que desviar la vista de las letras, y ahora verlo traducido al lenguaje cinematográfico, representaba todo un lujo. Un segundo antes de llegar a ellas me di cuenta de que el lujo estaba en la imagen que te da la cabeza y aunque no lo haya visto muy claro, hasta parece que yo lo hubiera imaginado mejor enfocado. Pero esas escenas de las que hablo, que no hay siquiera que mencionarlas, están puestas en el film con más decoro que en la volátil imaginación y no por eso menos ingeniosas, aunque una de ellas (cuando se apaga la vela y todo sucede en la oscuridad) es, más bien, un tanto cliché.

Cuando vas a la mitad del libro, encantado con estos dos personajes, y piensas que la historia está ahí, entre los dos, y aún así se está como un lector fiel y satisfecho, aparece la relación con el exterior inmediato. En esa cárcel hay gente interesada en información y nuevas pescas, por lo que empieza a aparecer la posibilidad de una traición. Entonces las conversaciones no vuelven a ser iguales. Hay algo más, y el lector lo sabe, pero hay duda todavía. Todo se convierte en una tensión que hala por ambos lados, de esas que te hace cambiar de posición, o reír de complicidad, volver al propio mundo y darte cuenta de que la gente te mira a ti curiosa, y salen como unas ganas de ir a contarle todo con detalles. Las delicias de una historia bien contada.

Pero Babenco usó otras maneras para desarrollar la historia; otros colores para cada personaje, que más tarde Puig reconocería diferentísimos a como los imaginó para su historia. Rescataría que Babenco logró comunicar su mensaje, aunque por otras vías. Molina ya no era el hombre entusiasta y melancólico, pues acá lo veríamos triste, desproporcionado físicamente y demasiado joven. A Valentín lo veríamos falto de soltura, hasta en la lengua: no sale de su boca ese giro cariñoso hacia “Molinita”, hay un acercamiento más forzado, e incluso, poco transparente.

Sentarse a leer un libro de Puig es correr el riesgo de que te cuenten, no una buena historia, sino una historia mucho más que fabulosa, con formas y recursos cada uno mejor pensado que el otro. Puig escucha voces y las pone a hablar. Su literatura es como aquellas historias clásicas puestas en el contexto turbulento de las realidades latinoamericanas.

Algunas lineas para descubrir

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1.539 palabras encriptadas en una existencia atemporal

Por: Héctor Saavedra


Los rayos crepusculares fulminan todo lo que sobre sombras se encuentre en una sala de partos tapizada con baldosines verdes. Reflectores de haces de luz que apuntan sus miradas a la zona pélvica de una mujer llena de ímpetu en sus vísceras. Una sola mujer, una sola, con tanta preponderancia en su cuerpo todavía marcado por las consecuencias de anteriores episodios similares en el hospital. El reloj circular da las 10:15 a.m. Con un grito atrapado en la garganta, deja que aquella sofisticada luminaria revele la pequeña figurita que cubierta de fluidos naturales emerge de sus entrañas con cierta renuencia, en medio de una sucesión de llantos marcados en la tráquea y rugidos disonantes. ¡Es un varón! (deferencias raídas).


Pero… qué diablos, él ni siquiera no recuerda cuándo nació. ¿Un desfase de casi cuatro décadas? O quizás fue un día cualquiera en la memoria perdida de las masas, el epitafio de una vida indiferente que aparece con alguna cuenta regresiva incrustada en la frente, o de pronto el exordio en un lugar accidentado de ese balanceo errante a través de la tala indiscriminada de etapas, en donde los primeros años de existencia se esfumaban casi sin dificultad aparente en el núcleo tradicional de un medio estrato, sitiado de costumbrismos baratos y en donde la vida se encriptaba en una ingenua inocencia que flotaba como nube letárgica en el aire caliente de la ciudad. Celebraciones por lo alto en los clubes. Visitas a los familiares. Estudiar suele ser divertido. Figurillas de acción armables. Ser irresponsablemente espontáneo es aceptado.  Tan sólo el preludio necesario de algo que años más tarde despreciaría con todas sus fuerzas. Entonces tendría que dejar atrás las cosas que a los doce años lo hacían feliz, tendría que dejar todas esas cosas a un lado, aquellas cosas para las que siempre existía una bodega polvorienta al final del pasillo. 


Pronto eso que había pretendido evitar —«los viejos mitos recurrentes»— despertó en él para darle un último paseo por las calles áridas de esta burbuja. La metamorfosis. La soledad que se podía contar con las horas, pubertad, libros gráficos de educación sexual, un sexo amenazante en la caldera. Solían decir entonces que habían llegado las eras de una rebeldía justificada por los medios masivos, que lo normal era verse anormal, que era otra de esas etapas inconclusas; y las más estúpidas conclusiones de los supuestos expertos de la mente con sus doctorados enmarcados, colgantes en un muro que necesitaba ser rellenado. Puro vómito de la llamada «actitud generacional». La mutación y esos inoportunos giros que sucesivamente solían escupirle en la cara mientras debía aceptar con resignación que las viejas épocas, de una infancia en la que sólo era necesario dejarse llevar, ya no volverían nunca más. Días que eran los lapsos de un profundo odio en contra de esas gentilezas divinas pertenecientes a otros semejantes, lapsos en los que solo pedía por salir de aquella prisión de inocentes o desmantelar los trágicos nexos que aún le mantenían infeliz. Él finge estar agradecido denotando cierta obediencia con una prótesis en forma de sonrisa. Sus pasos están ya destinados a suceder el de los arquetipos desechables, y sin embargo sabe que no es como los demás, en el interior de su alma reside una entidad innegable, una atracción inexplicable que solo habita en los que al parecer están inmersos en una especie de vacío configurado para especímenes extraviados, ejemplares como él y como yo.  


Ahora ya han pasado cuatro años de inadvertida supervivencia, desde que su transformación inició: sus ojos ya no se muestran ingenuos, ahora son algo paranoicos, ya no esperan nada, ahora escudriñan con obsesión las palabras que llegan a sus oídos. Ahora logran ver algo que inteligentemente se esconde debajo de la superficie. El llamado del «underground»  se hace evidente en él. Esta ahí sentado en el mismo muro de piedras, el mismo en el que ve pasar oleadas tras oleadas de la misma sustancia indiferente que se pasea sórdida entre los bajos de sus automóviles blindados de vidrios polarizados y los litros de un alcohol «inhibidor», en los que encuentran un sentido o al menos creen encontrarlo. Ya no cree en la religión ni en la identidad, mucho menos en las que las ya acostumbradas charlas de las primeras horas del jueves sobre el sendero del bien y las líneas que lo probaban. Le resultaban inútiles porque dejaban más dudas que respuestas. Parecía entonces uno de esos subversivos apoyados sobre las paredes de un cubo amplio, de un sistema consumista, sediento de nuevas victimas: cerebros fáciles que caían cada vez más rápido. Jornadas en las que solo vivía por esas cosas sublimes: los sonidos de una guitarra anglosajona o de un tumbao centroamericano los miércoles al mediodía; las voces que le hablaban de un fulano de tal del siglo XX; las imágenes incoherentes proyectadas sobre artilugios tecnológicos como fotogramas; y, sin más, los comentarios «ácidos» en sus propias cuevas sobre aquellos que a menudo vendían  su conciencia saturada de locas noches por los bares de la desvergonzada sociedad adoradora del sol, constante en la miseria y los prejuicios desde períodos remotos. Al tiempo que aparecían a su alrededor los rostros «sensatos», cargados de escepticismo por una conducta que no encontraban en otros de la misma especie, que le sentenciaban de estar enfermo de alguna clase de síndrome de rarezas. Eran los rostros ‹‹sensatos›› con sus discursos monocromáticos que confinaban las diferencias visibles, que cuartaban las preferencias y que reprimían los deseos reprimidos en la celda de los pensadores alineados. Pero él, no era más que uno de esos pequeños errores que vagabundeaban en una inmensidad aplastante, una consecuencia de una continuación que viene de tiempos, textos, iconografías, resonancias protestantes de décadas pasadas: él no era de esos ni de aquellos: se trataba simplemente de una criatura bizarra llena eyaculaciones mentales y actuaciones hormonales en un mundo igual de bizarro.


Ahora pasa un tiempo y despierta un día pero todo le parece diferente. Las columnas irritantes del albor se asoman vaporosas, se apostan sobre su ventana eclipsada como un millar de navajas que al parecer lo atraviesan sin clemencia, acuchillando cada uno de los poros de su rostro aceitoso. Sus ojos agrietados se abren. ¿Qué hora es? ¿Qué día es hoy? ¿Martes o quizás jueves? Ya han pasado 365 días desde la última vez que pensó eso mismo. Han pasado sin dejar cicatrices frívolas, a pesar de haber recibido una marca que lo acreditaba como uno más de esos con fotos en las que se acostumbra a posar con un trozo de cartón resistente. La cita de una formalidad que no necesita ser detallada ni recordada. No obstante él posa sus pies sobre los frescos suelos embaldosados de su habitación mientras piensa que muchas cosas habían muerto con ese día de marzo. Ya no se convertiría en uno de esos patéticos productos de exportación del cubículo que engrosan los listados de nómina; sabía que no sería condenado de nuevo por las ambiciones de un mundo uniforme que madruga a las 6 de la mañana; sabía que no absorbería la misma basura de las líneas de una comunicación muy social; sabía que ya no codificaría el tiempo y el espacio que aún le quedaban en una aburrida secuencia de acciones monogámicas que causaban repugnancia de tanto haberlas hecho. Piensa que tal vez fue la inconformidad, la que hizo que esas máximas expresiones de una línea que se desdibuja entre la genialidad y la locura lo magnetizaran hacia los polos opuestos de esta mierda con forma de sociedad. 


Una nueva subsistencia, una constante huida hacia las composiciones anímicas del taller, hacia las transgresiones pictóricas plasmadas sobre los lienzos desnudos, hacia los sonidos de un violonchelo triste o las interminables páginas de un fallecido; las amantes silenciosas en espacios fríos o las formas puras para contar leyendas, las que aún permanecen incomprendidas mientras ni siquiera notamos que cada vez más nos perdemos entre los prefabricados y los archivos censales. 


Es la mañana del 7 de Marzo. Él se pone en pie y se dirige a comenzar un nuevo capítulo, cuando casi al instante recuerdo que alguna vez algún entrañable anónimo dijo «the ignorance will never die» en un auditorio en el que nadie escuchó nada. Entonces yo lo miro aliviado, en medio de sonidos de vibraciones sesenteras que extrañamente me llegan a la cabeza a forma de soundtrack, porque esa mirada neurótica que conozco muy bien me habla y me dice con tono aislado que no importa cuántos habría de cumplir ni tampoco las exigencias orgánicas de un año menos de descomposición: si él existía en esta tierra de segmentos inconclusos, siempre habría algo por buscar: un proyecto de película a realizar con Matías, un libro editorial Anagrama o los segundos de una tonada virtuosa escrita para desenchufarse. Y en esa búsqueda algo que siempre estaría: la diagramación de los textos casuales, los sistemas de color, estaría el rock, estaría «Never enough de Dream Theather», estaría la cita de algún día en el Blue Note, los agujeros negros supermasivos, estaría «Vampiro» de Munch, y la pelirroja invisible… Estarían los viejos amigos… los viejos amigos… los de la lejanía, los de la última fila…

Las infinitas posibilidades de la música

Por: Adriana Carrillo

Dice el dicho “dime con quién andas y te diré quién eres”. Así mismo lo pienso en relación a la música y los libros. Somos lo que oímos y lo que leemos. Y eso nos permite también, crear vínculos o separarnos de la gente. Tengo problemas siempre cuando invito tanto a amigos como familiares a mi cumpleaños. Para mi familia, yo escucho música “muy intelectual” que, naturalmente, comparto con mis amigos, y que los demás reciben con desaprobación y hermetismo. Actitud que, de seguro, tengo yo también ante lo que ellos escuchan. Tendría razones con las cuales argumentar por qué me parece que una cosa es mejor que otra, pero ahora pienso que no soy quién para hacer algo tal. Y todo por la única razón de que no podría juzgar la experiencia: íntima, personal, que alguien puede llegar a tener con lo que escucha. 


No importa qué música te guste, siempre existirá un escenario donde eso que despierta en ti las más fuertes emociones no valga nada. Es a la vez tragedia y grandeza ver la hermosura, por ejemplo, de las interpretaciones de Bill Evans (que estaría cumpliendo años hoy 16 de Agosto) y que no puedas explicarlo casi a nadie. Pero, sin demeritarlo, veo que nadie podría explicarme a mí el acto de escuchar música para no pensar en nada. Música para no pensar. Será algo que jamás entenderé, pero mi disposición está volcada al absoluto respeto de esta práctica, con tal de ser respetada en mi actitud contemplativa, que algunos, y lo sé con certeza, observan con lástima. 


Mi papá me dice a veces, a modo de reclamo, que no le ve gracia a lo que escucho (sólo algunas veces; otras, por ejemplo, se deja explicar la importancia de Kind of blue en la historia del jazz). Lo cómico es que cuando habla de mí a otros les dice, como una de las referencias: “a mi hija le gusta mucho el jazz”. Supongo que para cualquier persona “escuchar jazz”, otorga cierto estatus intelectual. Yo no le veo diferencia a la devoción con la que alguien puede escuchar a John Coltrane y otro a Diomedes Díaz. Son universos muy distintos, pero intensidades semejantes. De hecho, una misma persona podría escuchar ambas cosas con la misma entrega. 


Si hay un estatus que, para mí, supere cualquier nivel de lo que sea es el de respeto. La elevada postura de la tolerancia. Y la apertura, que no se trata de ninguna capacidad camaleónica, pero sí de disposición. Es eso lo que admiro y busco. No me cabe duda, además, que existen esos puntos de convergencia en los que al voltear estamos todos moviendo los labios en dirección a las mismas líricas, pues si de algo estoy convencida es de que la música todo lo puede. Como por ejemplo, juntar blancos y negros en torno a los mismos ideales en pleno auge de la segregación. Así como en este video de Paul Simon cantando en contra del Apartheid que, por cierto, descubrí esta tarde en un hermoso almuerzo familiar.